Superar la desazón

Por Ernesto Ottone

En Chile, hoy impera la desazón. Se podría decir que esa desazón es exagerada, que observando con serenidad el funcionamiento del país y la cotidianidad de los chilenos, si bien hay cosas preocupantes, no aparecen visos de catástrofe que den lugar a una percepción tan extendida.

Sin embargo, como bien sabemos, las percepciones raramente coinciden con la realidad, están marcadas por múltiples subjetividades, se comparan con situaciones anteriores y aspiraciones futuras.

Todo ello nos hace percibir el presente de manera más positiva o negativa y, claro, el Chile actual está mostrando demasiadas cosas feas al mismo tiempo.

Creíamos que éramos mejores, que teníamos mayores virtudes y competencias, una ética más sólida y un espíritu más republicano de aquel que en verdad tenemos. Eso duele, desconcierta y paraliza.

No creo que sea útil repetir hasta la náusea lo sucedido en el verano de 2015. Parecería más urgente a estas alturas buscar salidas que permitan superar la actual situación.

Al hablar de salidas conviene de inmediato aclarar que no se trata de nada que signifique que las acciones delictivas que han aparecido a la luz pública no sean juzgadas correctamente, sin obstáculos, aunque también sin saña.

Convengamos que hay un cambio profundo en nuestra convivencia política y social en el 2015.

El gran dinero está bajo la vindicta pública, la codicia como estilo de vida se extendió a la centroizquierda y golpeó la figura presidencial sin piedad, son legión los políticos que andan asustados por la vida, los catones vieron llegado el momento de lucir lentejuelas y bajar al ruedo.

Terminó armándose una gran melcocha que mezcló faltas ligadas a deficiencias sistémicas a delitos puros y duros.

Todo ello generó una grave crisis de confianza hacia las instituciones políticas.

Hoy, la prioridad mayor es reconstruir la relación entre la política y la ciudadanía. Todo lo demás viene después.

Lo primero es la aprobación rápida de una agenda de probidad de altos estándares, ahí se juega la salud de la democracia.

Sólo después los ciudadanos podrán escuchar lo realmente sucedido, para separar la paja del trigo de manera tal que la política recupere un mínimo de dignidad.

Lo segundo es la búsqueda de una cierta esperanza compartida. El ejercicio de la democracia requiere no sólo el respeto de las diferencias y su pacífico procesamiento, también significa sustantivamente la búsqueda de un mínimo acuerdo común de justicia y convivencia, de un destino compartido.

Se deben buscar acuerdos básicos para reconstruir el clima social y avanzar en paz.  Se requiere redorar los blasones de la palabra maldita. Lo importante es que a los acuerdos concurran todos.

Aquellos que tienden a encarnar el espíritu conservador en la política y en el mundo empresarial debieran comprender que las reformas en curso, más allá de sus defectos de gestión, son justas en este nivel de desarrollo del país.

Existe  una necesidad social, política y también económica de llevarlas a cabo.

Muchas de ellas existen ya en economías más desarrolladas con éxito y favoreciendo, a la vez, la productividad y una mayor igualdad.

Es errado plantear que son la única causa del frenazo económico por el cual atravesamos. Si eso fuera así, la sociedad clamaría por el regreso de la derecha, pero hoy la derecha no aparece como alternativa, ella luce algo anoréxica y no despierta el aprecio popular.

¿No sería más conveniente para ellos y para el país que mostraran un espíritu más dialogante y participaran más constructivamente en el proceso reformador sin demonizar las reformas como un todo?

Quienes representan intereses corporativos de amplios grupos sociales, pero jamás más amplios que la ciudadanía en su conjunto, ya sean profesores o estudiantes, no pueden tampoco pretender encarnar el espíritu de la nación, lo verdadero, lo justo y lo impoluto.

No pueden esperar que sus ideas, por ser gritadas en la calle y en ocasiones impuestas a través de ásperas clausuras de espacios físicos, se conviertan  siempre en razonables y deseables.

La vida no es así, ella carece de tanta pureza y de tanta “verdad verdadera”. Junto a reivindicaciones legítimas que el gobierno debe escuchar y considerar, existen en ellos defensas corporativas sólo en apariencia progresistas, que convienen a sus intereses de grupo y tienen poco que ver con mejorar la educación,  el transporte o la salud.

Existen también delirios ideológicos y grandes confusiones, como aquella que asimila participación democrática en la universidad con un igualitarismo disparatado frente al quehacer sustantivo de esa institución.

La reforma educacional debe hacerse pensando en todos los chilenos.  Por supuesto, no puede hacerse sin los profesores, pero tampoco a entero gusto de ellos. No todos los dirigentes del magisterio parecieran hacer de la calidad de la educación el centro de sus afanes.

Quienes gobiernan tienen, por cierto, la mayor responsabilidad en la superación del actual estado de cosas.

Se requiere que el gobierno, apoyado por los partidos que lo sustentan, sea capaz de dar una adecuada dirección al país, de establecer prioridades y tiempos realistas, de asegurar una gobernabilidad de calidad, de marcar un horizonte al país, cosas todas que hoy están desdibujadas y así lo siente la ciudadanía.

Las reformas deben realizarse, pero con una temporalidad y una sustentación mayoritaria en la opinión pública, porque el mandato electoral pareciera haberse producido  hace un siglo, no hace un año y algo.

Su ejecución requiere de mayor aplicación política, de un diseño acerca de las consecuencias sociales de cada medida y de prevención de los campos de fuerzas sociales que se crearán en torno a ellas. En eso consiste dirigir.

¿Quién lo está haciendo? En muchos terrenos, pareciera que nadie.

Por supuesto que casi siempre los cambios afectan intereses y se establece una dialéctica entre conflicto y acuerdo. Lo que no se puede hacer es juntar todos los conflictos y enfrentarlos al mismo tiempo de manera desordenada, lo que lleva a un cambio permanente de discurso que resta credibilidad. Aun cuando se llegue con el tiempo a un acuerdo, la mala negociación genera un daño.

Es necesario, además, ajustar los objetivos programáticos a los cambios de la realidad económica, es casi  imposible  que un gobierno no se vea obligado a hacerlo, para ello debe dosificar sus aspiraciones y no anunciar metas temerarias en temporalidades demasiado breves.

Algo no anda bien en los comandos. Es necesario enmendar rumbos ahora cuando las fortalezas profundas del país están sanas.

Chile tiene reservas para superar el espíritu de desazón y recuperar paso a paso la confianza en nosotros y entre nosotros.

Se requiere más generosidad que mezquindad, más ordenamiento que cacofonía, más orientación que extravío, más sensatez que excitación, más diálogo que zalagarda.

Lo único irrenunciable para un gobierno  es su capacidad de dar dirección al país.

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