Hace algo más de dos siglos, Filangieri sostenía que el Código Penal es el lugar de síntesis donde culturalmente se delinea el espíritu de una sociedad, y donde las dificultades de una época encuentran solución en un conjunto coherente de normas que buscan proyectarse diacrónicamente: o sea, que tienen pretensión de permanencia.
Nuestro actual Código Penal data de 1874, y si bien se inspiró en esas ideas, hoy -después de 140 años- poco tiene que ver con nuestra sociedad. Su permanencia resulta formal al tratarse de un cuerpo normativo desactualizado, lleno de incoherencias, disvalores y con enormes lagunas suplidas por una vasta normativa especial.
El espíritu de nuestra sociedad hoy es distinto. La ciudadanía enfrenta nuevos riesgos, valora con un juicio de demérito conductas que antes aceptaba y tiene conciencia de su posición de poder en la polis. Esa nueva realidad social exige un nuevo Código Penal que debería regular con especial atención dos áreas: la determinación de las penas, y las normas penales que regularán la relación entre el dinero y la política.
Respecto de lo primero, como se sabe, acreditada la participación de una persona en un delito, el juez debe determinar la pena -el castigo, en concreto- que ella deberá cumplir. Ello no debería ser un proceso eminentemente discrecional, sino que el juez debería seguir un iter delimitado por la ley, que conforme a ciertos pasos, fije un marco dentro del cual identificar la pena.
Sin embargo, nuestro actual Código Penal prevé una excesiva discrecionalidad judicial para apartarse del marco fijado en el respectivo tipo penal. Con ello suelen ocurrir casos donde existe una notoria asimetría entre la valoración del injusto penal realizada por el legislador (pena consignada en la ley) y la pena impuesta por el juez.
No se trata de imponer siempre las mismas penas, ni que se le prohíba moverse del marco penal, sino solo que ello sea una excepción y no la regla. Con esto se mejorará la idea de previsibilidad y justicia de la pena, que no debe mirar solo al imputado, sino también a la víctima y a la sociedad; y permitirá que sea en la fase de ejecución de la pena (en libertad o preso), mediante la progresividad de la misma, donde sean considerados en mayor propiedad fines preventivos especiales.
El segundo aspecto imprescindible en un nuevo Código Penal es el de la relación entre dinero y política. La ciudadanía hoy nos exige, con razón, mayor transparencia y probidad en nuestras acciones. Los funcionarios públicos tenemos la obligación de actuar con estricto apego a la ley; y en tal sentido un nuevo Código debería endurecer la respuesta penal en las hipótesis de cohecho, soborno y tráfico de influencias, no solo para el particular que participa, sino también para el funcionario público que se enriquece con ellos.
Pero no me detendría ahí. Creo que quienes somos elegidos por votación popular para desempeñar cargos públicos tenemos una responsabilidad y un deber de probidad aún mayor. Un representante que al momento de votar lo hace motivado no por los intereses de sus representados, sino por los de quienes lo financian, no solo afecta la fe pública, sino que genera un daño al sistema democrático. Por ello, observaría un tipo específico (adicional a las actuales normas sobre probidad) que sancione severamente la votación cooptada de un parlamentario, alcalde, concejal, consejero regional, u otro representante ciudadano.
Por cierto, existen otras áreas que demandan modernizarse, tales como en los delitos económicos, medioambientales, terroristas, contra la seguridad laboral, etcétera. Y otras donde debería ampliar sus normas de sanción, como en materia de multas, penas sustitutivas y en especial en el comiso. Estoy seguro de que el proyecto de Código que hoy trabaja la comisión encargada por el Gobierno sabrá proponer buenas respuestas para todos estos puntos.
Filangieri concluía las ideas que abrieron esta columna haciendo un llamado republicano: la aprobación de un Código, como cualquier tarea compleja, requiere de una gestación participativa y compartida con la sociedad. Un Código, decía, no nace en un abrir y cerrar de ojos o impuesto solo por la élite. Las palabras del autor napolitano sirven para ilustrar el camino que la Presidenta Bachelet podría trazar en su próximo discurso del 21 de mayo: presentar un proyecto de Código Penal al Congreso que refleje el espíritu del Chile de hoy y que fije altos estándares de respeto por el otro. Su discusión legislativa deberá ser amplia, intensa y responsable.
Llegó el momento de convencernos de que necesitamos un nuevo Código Penal que nazca con legitimidad y pretensión de permanencia: un Código que busque regular al Chile que queremos para el futuro y que aporte a un nuevo pacto social.
Felipe Harboe
Senador PPD