Ha sido su año, señor presidente… Yo no diría tanto. Si uno mira las encuestas, no aparezco en ninguna. No hablemos de encuestas. Después de sus intervenciones en Icare, en el debate de las drogas y en la cumbre de presidentes de CorpBanca, sus palabras adquirieron gran peso en el debate..
Sí, es curioso. Puede ser. Sin embargo, no he cambiado mis planteamientos. Vengo planteando los mismos puntos de vista desde hace mucho.
Hay dos alternativas, entonces. Cambió usted o cambió el país. Si usted dice que el discurso es el mismo, debe haber alguna razón para que el país preste más oído a lo que está diciendo.
Como sabía que esta pregunta venía, aquí tengo mi libro El Chile que viene, que es del año 2011 y que coedité con Oscar Landerretche. Mi mayor orgullo de esta obra es que escribí el capítulo introductorio en marzo del 2011. Lo publiqué como borrador en el sitio digital de la fundación, El Quinto Poder, para que la gente lo discutiera. Ahí hablé de siete desafíos y el segundo concernía a educación, porque yo veía que las demandas en este plano iban a venir sí o sí. Semanas después, los estudiantes ya estaban en la calle. Eran siete desafíos y mi planteamiento fue que se estaba abriendo un nuevo ciclo político y social, donde se iba a requerir de varios cambios -al sistema electoral, desde luego- y se imponía incluso una discusión sobre las normas constitucionales, para adaptar nuestra Carta Fundamental al Chile que venía. Hablé mucho de estos desafíos. Diría que recorrí el país dando charlas. Yo fui el primer sorprendido con el revuelo que tuvieron mis palabras en Icare. Muy poco antes había estado en un par de radios diciendo cosas muy parecidas y nada ocurrió. Es cierto que a veces me embalo y hablo un poco más fuerte. Pero no tengo una buena explicación del porqué se hizo tanto caudal respecto de lo que dije. Llegaron incluso a decirme que el gobierno estaba preocupado. ¿Por qué, si yo no había atacado a nadie y sólo había dicho que para llevar adelante la alianza público- privada se requería voluntad política? Eso lo he creído siempre. Si no hay voluntad política, si los presidentes no están encima de las iniciativas para que salgan, al final no queda nada. Podemos ser muy brillantes, tener muy buenos diagnósticos, pero si somos débiles en voluntad política todo se va a trancar…
Bueno, quizás sin quererlo, al hablar de voluntad política, la gente asoció sus palabras a un flanco donde se perciben vacíos en la actualidad. De nuevo: si no ha cambiado usted, entonces cambió el país.
Puede ser, lo reconozco. Lo que sí le puedo decir es que después de eso, últimamente, ha llegado mucha gente acá, a esta fundación, a hablar conmigo para conversar cosas del pasado, del presente y también del futuro. Yo los escucho, les recuerdo que no estoy en la contingencia y les advierto que tengo mucha conciencia de la cédula de identidad que tengo. Yo no estoy en ninguna carrera política. Pero esto mismo me da mucha libertad para decir lo que pienso. No respecto de la coyuntura, donde hay tantos interesados en hablar, pero sí respecto del mediano y largo plazo, donde uno puede aportar algo. Si tú has sido jefe de Estado, si has acumulado alguna experiencia internacional, podrás a lo mejor tener una mirada un poco más amplia y es bueno que la entregues. Cada presidente sabe cómo hacerlo. Fue lo que traté de hacer en ese libro. Me junté con Oscar Landerretche, le dije lo que pensaba y que quería invitar a gente joven a que me acompañara con nuevas miradas sobre distintos frentes. La idea es que el único viejo iba a ser yo. Así salió el libro, donde también exhorté a una reforma tributaria que hiciera una diferencia en los equilibrios entre el antes y el después de impuestos, para que las desigualdades no quedaran igual.
Déjeme ser insistente. ¿Por qué el país, por decirlo así, le está prestando ahora más oreja?
Bueno, yo creo que también es porque el país ha cambiado. La actividad pública se ha deslegitimado y esto es preocupante. Las encuestas son muy claras a este respecto y los niveles de aprobación de los partidos, del Parlamento, son deprimentes. Un 4% en un caso, 6% en el otro. Su propio diario publicó a mediados de mes una encuesta mundial Gallup de la confianza de la ciudadanía en sus gobiernos. La medición es entre el 2006 y el 2013. Y el cuadro es dramático. Uno podría entender que la confianza caiga en Grecia, en Chipre o en España, porque con la crisis se les vino el mundo abajo. Pero es difícil entender que la confianza también caiga en Dinamarca o en Chile. Como ve, no estamos en mala compañía. El problema es que todos caen, Finlandia incluido, que era la joya de la corona. Esto es nuevo y obliga a replantearnos. El sistema democrático está siendo sobreexigido. Los ciudadanos hoy saben más y quieren más. Y por supuesto que es cada vez más difícil contentarlos.
Quizás pesa ese factor, pero déjeme decirle que mi impresión es que si hoy a usted se le escucha más es porque es de las pocas voces -y no quiero halagarlo- que está hablando de futuro, dimensión que la política chilena parece haber perdido de vista en los últimos años.
Sí, eso es raro. Yo lo atribuyo a que estamos demasiado atrapados entre dos grandes coaliciones. En otra época, los partidos eran instancias, miradores, proyectos de futuro. ¿Qué si no eso eran los libros que escribió un Frei Montalva, qué si no eso fue la decisión suya de fundar un partido? Otro tanto ocurría en la izquierda. Por desgracia esto se ha perdido. Cuando la política cotidiana se queda sólo en la coyuntura es fácil que se convierta en una cadena de cositas. Cositas que no están inscritas en un gran proyecto. Por eso yo reivindico los grandes desafíos. Por eso hablo de temas como las megaciudades. ¿Cómo no nos va a cambiar la vida si tú te demoras lo mismo al aeropuerto viviendo en Curauma, en Valparaíso, que en Macul o La Reina?
De acuerdo, hay mucho de eso. Sin embargo, el eje de su intervención en Icare fue la colaboración público-privada. Y si con eso la pradera ardió fue porque estábamos muy enfocados en la oposición y el conflicto entre ambos sectores.
Yo creo -no estoy seguro- haber comenzado mi intervención en Icare haciendo una pequeña historia de esa colaboración público-privada. Es una colaboración que está inscrita no sólo en nuestra historia, sino en la de todas las sociedades. En el Chile de hoy, y en muchos otros países latinoamericanos, es un dato de la causa que el sector público con suerte explica el 20% de la inversión. El resto la aporta el sector privado. Déjeme pasar un aviso. Cuando yo hice política anticíclica y gasté más de lo que debería en función de la caída del precio del cobre, todo lo que logré es que el Estado, en vez de gastar 20, pasara a gastar el 24% del producto. Eso fue todo. Estoy de acuerdo: 4% del producto no es poco. Pero tampoco es el apocalipsis. Por eso, insistir en que el sector público y el privado deben entenderse me parece muy obvio. Ojo, el sector privado no son sólo las empresas. Son también los sindicatos, las organizaciones de la sociedad civil.
Reconozca, Presidente, que en este tema operan los sesgos de cada cual.
Sí, claro que los hay. Hay sesgos, muy legítimos, que son ideológicos. Puedes tener el corazón en uno u otro sector. A mí me gusta más lo público, porque lo público obedece a los deseos de los ciudadanos, donde todos valemos lo mismo. A otros les gusta más lo privado, que es donde manda el deseo de los consumidores. Es cierto que consumidores somos todos, claro que con distinto poder de compra. En cualquier caso, la cooperación entre ambos sectores es parte de la historia de Chile. A comienzos del siglo pasado estuvimos 20 años discutiendo si debíamos tener o no educación obligatoria. En 1920 salió finalmente la ley que estableció cuatro años de instrucción mínima. Eso es lo que estaba al alcance del país de entonces. En ese Chile muy rural, la ley obligó a los propietarios de predios superiores a determinada superficie a levantar una escuela y una casa para el profesor con cargo a su propio peculio. Dejando al margen que fue una imposición legal, dígame si eso no es convergencia de esfuerzos.
Hay un tema, sin embargo, donde usted sí evolucionó. Me refiero a las drogas. En ese plano usted se movió más rápido que el país.
En este tema me he ido convenciendo en forma gradual. Cuando me junté con Ernesto Zedillo y Fernando Henrique Cardoso -debe haber sido el 2009, creo-, para convenir en que algo teníamos que hacer como ex mandatarios ante el fracaso de las actuales estrategias contra los drogas, yo básicamente quise escuchar. Encontré lógicas y atendibles sus argumentaciones, pero llegado el momento de firmar una declaración les dije que prefería no hacerlo, porque me seguían cabiendo dudas. Ocurrió que después de un par de años me fui convenciendo de la necesidad de cambiar el enfoque y me embarqué en esta posición. La actual estrategia de combate al narcotráfico a escala mundial ya no da para más y está generando problemas, distorsiones, tragedias incluso, que son muy superiores al mal original en sí que queremos combatir o contener.
¿Está muy difícil, cree usted, gobernar este país, como con tanta frecuencia se dice?
Creo que está difícil gobernar en todas partes. ¿Dirías tú que Obama la tiene más fácil? La dificultad es mayor, sobre todo cuando las sociedades quedan atrapadas con cierta rigidez entre dos grandes coaliciones. Eso nos ha estado ocurriendo en Chile. Mi impresión es que aquí, especialmente este año, no nos hemos acomodado a la nueva situación. No lo ha hecho la derecha y tampoco la izquierda. El empresariado tenía la sensación de que había un candado en el Congreso. Había que llegar a un acuerdo con la derecha respecto de cada proyecto de ley. Lo sé por experiencia propia. Cuando mandé al Parlamento el proyecto del Auge estuvo a punto de naufragar. Nuestra idea era que al financiamiento de las prestaciones de este programa acudieran solidariamente las isapres. No hubo caso. Quise después financiarlo con impuestos especiales. Para eso tampoco tuvimos quórum. Terminamos aumentando en un punto el IVA. Preferí eso a no tener Auge. Sin embargo, así como a la derecha le ha costado acostumbrarse a que ahora ya no hay veto, creo que muchos en la Nueva Mayoría tampoco entienden que no basta tener los votos del Parlamento, porque en una democracia las hoy mayorías pueden ser minorías mañana, lo cual hace muy peligroso sacar las leyes importantes, reformas trascendentes, sólo por un par de votos. Por eso, mi primera obligación, porque tengo mayoría, es ir a buscar acuerdos. Ahora el acuerdo es más fácil, porque mi contraparte sabe que si no llega a acuerdo yo le puedo pasar la aplanadora. Antes, si yo no llegaba a acuerdo, no tenía ley. Ahora, si no tengo acuerdo, puedo hacer valer la mayoría. Creo que es importante reivindicar los acuerdos, porque son parte de la estabilidad de un país. Lo contrario es dejar expuestas las reformas a los eventuales cambios de la mayoría mañana. Aquí lo que se requiere es estabilidad. Hay ciertas normas, especialmente aquellas relativas a cómo resolver nuestras diferencias, en que es mejor llegar a acuerdos.
¿Está de acuerdo en que las redes sociales agregan una tensión adicional sobre la función gubernativa?
Por cierto, esta variable también incide mucho. Hoy todos quieren ser escuchados y tener participación. A veces ni siquiera eso, y lo único que se pide es consideración: déjeme decir algo, le dice la gente a la autoridad. Y si usted no considera esa opinión ciudadana, bueno, entonces usted como autoridad se deslegitima. Hoy no sabemos cuáles van a ser las instituciones del futuro para darle a la gente la debida participación o consideración. El antiguo proceso democrático donde el líder emitía opinión, la gente escuchaba, leía, miraba la televisión e iba cada cuatro o cinco años a votar, ya no corre. Ya no es viable, del mismo modo en que tampoco fue viable en otra época el sistema monárquico cuando -gracias a Gutenberg, al surgimiento de los diarios mucho después- se fue formando una minoría ilustrada en temas de gobierno que se sintió tanto o más capaz que el rey para participar en las decisiones públicas. Hoy, en cierto modo, estamos volviendo a la plaza de Atenas y las redes sociales están interpelando directamente a los gobernantes. La interlocución con ellos, que antes estaba mediada por los partidos, por los congresistas, ahora volvió a ser directa, como en la Grecia clásica. Uno todavía no termina de decir lo que quiere y ya puede estar siendo arrinconado, zurcido o cuestionado en las redes sociales. Hoy todos emitimos opinión y todos recibimos opinión. Los partidos dejaron de mediar. Es más: los partidos simplemente ya no pueden interpretar el sentir de la ciudadanía respecto de ciertos temas. Cuando concebimos la Costanera Norte, la oposición de los vecinos del sector de Pedro de Valdivia Norte, por ejemplo, fue cerrada y nos obligó a llevar el proyecto por debajo del río. ¿Podrían los partidos haber interpretado esta oposición o haber sido parte de la solución a que llegamos? Yo creo que no. Los partidos no son para eso y este tipo de dilemas, que son públicos, pero no ideológicos, son cada vez más frecuentes. Aun cuando no conozco ningún sistema democrático que funcione sin partidos políticos, a lo que voy es que hay circunstancias en las cuales los partidos son incapaces de recoger las demandas de la ciudadanía. Siempre he pensado que nos faltan en el sistema institucional instancias de mediación y puertas de salida. En Uruguay inventaron una y la ciudadanía puede, cumplidas ciertas exigencias cuantitativas, derogar una ley. En otros lados se contempla la posibilidad de referéndums revocatorios a mediados del mandato. En general, no tenemos mecanismos probados o estandarizados para canalizar las demandas ciudadanas y prevenir las protestas en la calle. En esto -hay que tenerlo claro- nada es gratis. No sé si voy a buscar el óptimo para el país si la ciudadanía mañana puede derogar una ley que yo propuse. No sé si pueda gobernar tranquilo a comienzos de mi mandato si sé que a corto andar me pueden revocar; eso significa que el presidente va a seguir en campaña. La cátedra confía a veces mucho en los plebiscitos, pero tengo mis dudas acerca de si podemos apelar a ellos para decidir como los suizos hasta qué tipo de queso queremos producir.
Desde que abandonó La Moneda usted ha venido desplegando una incesante actividad internacional. Encargos de Naciones Unidas, foros y encuentros académicos y políticos, tribunas internacionales, contactos con otros mandatarios. ¿Siente que todo esto le ha servido?
No sé si esa sea la palabra. Tengo claro que me ha entretenido. Aunque los chilenos nos guste pensarnos en términos de excepcionalidad, al final los problemas de política pública son muy similares en todas partes. No sé, los sistemas de pensiones están muy presionados aquí y afuera por los cambios demográficos, por la extensión de la tercera edad y de las expectativas de vida. La colaboración público-privada tiene enormes horizontes a través de las concesiones. He comprobado que hay gran interés en el Auge y también en el programa de las casas dinámicas sin deuda y ampliables que llevamos a cabo en mi gobierno. En alguna instancia, incluso, fue exaltado el Transantiago, pero dije que ahí teníamos que explicar más bien por qué fracasamos…
Para terminar: cuán optimista, pesimista o cauteloso es usted de los años que vienen.
Quisiera ser optimista, desde luego. Pero yo tengo una obsesión desde que leí Chile, un caso de desarrollo frustrado, el legendario libro de Aníbal Pinto. Yo tenía 21 años cuando apareció y quedé muy marcado por las oportunidades que habíamos perdido. ¡Si hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX los chilenos podíamos compararnos con Suecia! La crisis del 29, desgraciadamente, echó todo eso por la borda y fue muy dramático. Como nadie tiene la suerte asegurada, siempre me pregunto si no nos podría pasar de nuevo algo parecido. Pienso que la única manera de prevenirnos es empezar a hacer las cosas bien. Tenemos que entender que hay un conjunto de áreas en las cuales tenemos que concordar miradas largas, haciendo posible discrepar en lo fino, pero manteniendo la convergencia en lo grueso. Al final, todos debiéramos estar interesados en perfeccionar la democracia y el estado de derecho, en prestigiar a nuestras instituciones, en reducir las brechas de desigualdad. La falta de legitimidad de la clase política es un gran problema, porque, junto con degradar la función pública, también contamina al aparato del Estado. Una vez instalada la sensación de que todos son aprovechadores, oportunistas o sinvergüenzas, es imposible que la política y el Estado puedan atraer a los mejores. Por lo mismo, es muy importante regular el financiamiento de la política y de las campañas. Es un tema delicado y que ha hecho mucho daño. Ojalá el proyecto provoque altos grados de consenso: si hay algo que necesitamos con urgencia es dignificar la política.
Un liderazgo en las alturas
Aunque Ricardo Lagos Escobar pareciera haber nacido para presidente, este año 2014 tuvo un encuentro frontal con su destino de ex presidente. Se podría decir que se le dio fácil y que le salió muy bien. Opinó, pero siempre en temas de área grande. Ocupó diversas tribunas, pero sólo para hablar de Chile, no de él. Y recordó que cuando a la política le amputan la noción de futuro, lo que queda es un juego de poder más bien tóxico.
Lagos transmite más energía que cualquier político de su edad, más vitalidad que líderes de primera fila y, gracias a sus contactos con el exterior, la sensación de una fuerte conexión con el mundo de hoy. Transmite, desde luego, también gran seguridad: en esto él nunca se ha fallado a sí mismo y tiene plena conciencia de ser un protagonista de la historia. En su oficina de la Fundación Democracia y Desarrollo, en una calle tranquila de Providencia, Lagos mantiene su dignidad presidencial y siente estar sentado arriba del mejor archivo político del país de las últimas décadas. Es el que juntó él no sólo en los seis años de su mandato, sino también desde la época en que, mucho antes del Golpe, fue investigador del Instituto de Economía de la Universidad de Chile y luego en su experiencia del exilio, en el período de su vuelta a Chile, en el proceso de renovación de la izquierda, en la época en que presidió Alianza Democrática, en los días, en fin, en que le levantó el dedo por televisión a Pinochet. Quizás haya que tener mucha conciencia de protagonismo histórico para haber conservado toda esa documentación. Lagos tuvo la ventaja de que su mamá vivía en una casa grande y cada vez que tuvo que irse, que mudarse, que volver, allá iban a parar los papeles, hoy perfectamente ordenados, clasificados y digitalizados por el equipo de la fundación que encabeza Clara Budnik.
El día de la entrevista, Lagos estaba de buen humor, luego de que la Presidenta Bachelet hubiera acogido gran parte de las recomendaciones planteadas por la comisión que él encabezó para una minería virtuosa y destrabar inversiones en el sector. Fue un trabajo que partió por iniciativa suya y que fue muy transversal, puesto que reunió a un grupo amplio de expertos y actores mineros. De empresarios como Jean Paul Luksic a economistas como Patricio Meller o Juan Andrés Fontaine; de académicos de especialidades mineras a dirigentes del mundo ambientalista. Ahí se trataron temas muy críticos para el sector y se discutieron dilemas tales como si las consultas a las comunidades debían ser vinculantes o no. Lagos inicialmente estuvo por la opción de que no lo fueran. Pero cuando escuchó a Luksic decir que él prefería que fuesen vinculantes (porque un sí o un no definitivo es mejor que la incerteza), se dio cuenta de que en esto nada vale tanto como la certidumbre. Certidumbre para los dos lados, eso sí: para hacer los proyectos que las comunidades aprobaron o para desechar los rechazados. Lo que a él no le gusta es esa estrategia ventajera que ve las consultas como una instancia previa para la interposición de recursos de protección una vez que los proyectos aprobados por la comunidad ya se están ejecutando.
Lagos sabe de estos temas. Como ministro de Obras Públicas, como presidente, los vivió en carne propia. Dice que en Ralco -en la época de la oposición al proyecto de las hermanas Quintremán- le tocó enfrentar un conflicto serio entre la ley indígena y la ley eléctrica. Y que él como jefe de Estado tuvo que jugársela -con discreción, pero también con energía- por lo que creía más conveniente para el país en ese momento. Andando por la zona, un día 20 de agosto, el natalicio de O’Higgins, fue a hablar con las hermanas. Ellas no lo esperaban y se sorprendieron de que el presidente de la República las hubiera ido a ver. Recuerda que fue un diálogo franco, a veces un tanto duro. Después, cuando ellas sintieron que Endesa no estaba cumpliendo los compromisos contraídos, lo fueron a ver a La Moneda. Estaban indignadas, dice. Las hizo pasar a su oficina. Les ofreció un té y ellas se negaron. Vino una larga conversación y de nuevo les ofreció té. Esta vez aceptaron. Sírvase también unas galletas, le dijo a una pasándole una bandejita de metal. Gracias, le dijo ella, y se quedó con la bandeja. El presidente tomó otra bandeja, entonces, para convidarle galletas a la otra hermana y ella también se quedó con la bandeja.
Tiempo después le contó la anécdota al máximo directivo de Endesa y fue el primer sorprendido cuando el día de la transmisión del mando -luego de haber recibido a Condoleezza Rice en el Palacio y antes de viajar a Valparaíso- le dicen que un señor de Endesa necesitaba hablar 30 segundos con él. Bueno, que pase, dijo. Entró el directivo y venía a traerle dos bandejitas similares a las que las hermanas Quintremán se habían llevado. El patrimonio fiscal estaba a salvo. Lagos lo recuerda y todavía se ríe.