Por Antonio Leal, Ex Presidente de la Cámara de Diputados y Director del Magíster en Ciencia Política U Mayor.
Su suerte estaba escrita, Gadafi no saldría con vida de la sublevación líbica y de la operación militar de la OTAN. Había tentado el asilo y viejos líderes africanos a los cuales Gadafi había ayudado generosamente, bajo la presión de Occidente, se lo negaron. Era un personaje incómodo y podía transformar un eventual juicio en la Corte Penal Internacional en una tribuna política para denunciar y enjuiciar a sus antiguos amigos-enemigos occidentales y develar, ante los ojos de la humanidad del siglo XXI, desde su óptica contradictoria y megalómana, trazos de la historia, de los líderes, de las guerras, de los grupos terroristas y de los ejércitos, de los chantajes y los innumerables negocios del petróleo, del siglo XX y de estos años del siglo XXI en que finalmente había dejado de ser un paria y Occidente lo había acogido como parte de la comunidad internacional. Gadafi sabía demasiado, tenía un enorme sentido de la espectacularidad y del manejo de los medios, era riquísimo y había gobernado por 42 años. No era posible dejarlo vivo.
Gadafi cae como efecto de la primavera árabe que rápidamente incorpora a una parte del pueblo libio, de los jóvenes, que se rebelan, pero muere en una guerra decidida y planificada hasta sus en sus mas mínimos detalles fuera de Libia. Esa es una diferencia clave con Egipto y Túnez y con la suerte que allí corrieron los dictadores y sus familias.
Pero el Gadafi que cae en Sirte, era ya solo un simulacro de aquel joven abogado y oficial, con breves estudios en Inglaterra, de aquel árabe panfricano fascinante que adhirió tempranamente a las ideas de Nasser, que organizó los Comités Revolucionarios en el Ejército monárquico y que un 1 de Septiembre de 1969 encabezó la revolución que derrocó al Rey Idris, instaló la República Arabe de Libia, unió a los clanes y tribus para construir por primera vez un Estado, expulsó las bases militares norteamericanas y británicas del territorio Libio, nacionalizó el petróleo y construyó una Libia que se asemejaba en su PIB y en su infraestructura a un país árabe moderno.
Gadafi era ya un espectro de aquel hombre que quiso ser el sucesor de Nasser en el mundo árabe y de Tito y Nerhu en el Movimiento de los No alineados, de aquel líder que había convertido a Trípoli en la meca de los movimientos revolucionarios mas diversos y que pregonaba un “socialismo” herético, autónomo, que hablaba en su Libro Verde, inspirado en el Libro Rojo de citas de Mao, de los fundamentos sociales de una Tercera Teoría Universal. De todo ello, del hombre que apoyó a Arafat siempre y que enamoró a Oriana Fallaci, que le dedicó esa notable entrevista en el Corriere Della Sera diez años después de la Revolución, ya a esta altura, no quedaba nada. El poder total lo había endiosado, lo había enloquecido, la Jamahiriya o Estado de Masas, era él y su clan familiar, convertido todo en una feroz autocracia represiva recubierta de nacionalismo y que se encaminaba a un tipo de monarquía con otro nombre.
Sin embargo, la desaparición de Gadafi no resuelve todos los problemas. Hay una gran incertidumbre sobre lo que ocurrirá internamente cuando finalmente las fuerzas militares de la OTAN abandonen Libia. Puede desatarse una guerra civil subterránea, cruel, sin prisioneros, entre las Tribus de Bengasi que levantaron la lucha y las de Trípoli y de Sirte que, apoyaron a Gadafi porque había compartido el poder y los privilegios del petróleo.
Libia carece de una sociedad civil donde apoyarse para construir prontamente una democracia institucional. Ha sido una colonia por siglos, desde los antiguos romanos a los turcos hasta la conquista de los italianos. Un grupo de tribus sin ligámenes históricos, ni tradiciones culturales comunes, más allá de la forzada unidad de los 42 años del poder de Gadafi. Europa y EEUU intervinieron militarmente en Libia, y no en Egipto o en Siria, por el poder inconmensurable del petróleo, por la cercanía con Europa, porque vieron la posibilidad final de deshacerse de un aliado en el cual no confiaban, con razón, plenamente y hacia el cual había una larga lista de querellas por el apoyo a los grupos terroristas que operaron en Europa en los años 70 y 80, que produjeron horrendas masacres y atentados, y que fueron financiados y entrenados por Gadafi. Pero Gadafi, en su fastuosidad ya ridícula, era también, hoy, una contención al terrorismo islámico y a las grandes migraciones desde el norte de Africa hacia Europa.
Por ello, no sorprende la preocupación de los aliados occidentales frente a la decisión del Consejo Nacional de Transición encabezado por el moderado Mustafa Abdelil Jalil de instalar, como primera medida, después de la muerte de Gadafi, la vigencia de la Sharia, de la ley islámica, como el fundamento de todas las leyes, y de anular todas la legislación precedente, mas bien laica, – entre ellas el divorcio o el rol de la mujer en la sociedad y en el ejército – que entren en contradicción con la Sharia inspirada directamente en el Corán.
Es cierto que el Consejo Nacional de Transición es dominado por los musulmanes moderados y por ex hombres del antiguo régimen que se desligaron tempranamente de Gadafi al inicio de la revuelta. Pero los círculos de Al Qaeda ya pregonan que ganarán las elecciones y llaman a constituir la República Democrática Islámica junto a Egipto y a Tunes. Europa y Obama tienen el deber de cautelar, mas que los negocios de las empresas que ansían volver a controlar plenamente el petróleo en Libia, los derechos humanos, las libertades, y de ayudar, con todos los instrumentos de paz y de presión que posee la comunidad internacional, a vigilar el proceso de instalación de un régimen democrático en Libia. Que nadie extrañe la dictadura exhibicionista de Gadafi depende de este empeño de Occidente para instalar democracia más que neocolonialismo.
Con la muerte de Gadafi no nace aún una nueva Libia, hay un largo camino por recorrer. Pero es una oportunidad única e histórica para este pueblo.