Por Felipe Harboe
Quienes somos delegados por los ciudadanos para propender al bien común y al mejoramiento de la calidad de vida tenemos una enorme responsabilidad. Por un lado –y como cualquier trabajador- hacer bien nuestro trabajo; y por la otra, intentar representar fielmente el mandato ciudadano, o al menos ser consecuente entre lo comprometido y lo obrado.
En ese proceso es admisible todo tipo de debate sobre ideas, formas y modos de cumplir el objetivo de propender al bien común, incluso los más apasionados y aquellos que reclaman de manera vehemente contra las reformas que les parecen erradas o atentatorias contra su propia concepción de derechos o libertades.
El problema de hoy es que frente a un proceso de reformas profundas y estructurales en áreas de tanta sensibilidad como la educación, la interrupción del embarazo, la estructura y carga impositiva o la discusión sobre una nueva carta fundamental, la clase política –por razones que desconozco- ha optado por un tipo de debate de vuelo rasante y escasa profundidad, prefiriendo la descalificación de los interlocutores o instituciones que opinan distinto. En ese debate, la denostación, la denuncia, la mentira, injuria, e incluso la calumnia, valen para intentar desacreditar la opción adversaria. Lo que hemos visto estos días resulta extremadamente preocupante. Se ha perdido la estética de la política. El lenguaje es cada día más soez y lesivo y quien dice la mayor agresión es quien obtiene mayor notoriedad mediática. En dicho proceso algunos “líderes” o sus “operadores” utilizan el anonimato de las redes sociales como mecanismo de denostación de quienes piensan distinto.
Chile está enfrentando una verdadera revolución pacífica que ha dado inicio a una transición social destinada a transformar el modelo de desarrollo del país y a reubicar a la educación como herramienta de verdadera movilidad social. Pronto iniciaremos un debate sobre la interrupción del embarazo, que supera con creces la mera opinión médica o científica y que nos pondrá en un escenario de debate valórico pocas veces sincerado en nuestro país. Junto a ello se abrirá la discusión sobre la nueva carta fundamental y todo lo que ello conlleva. Sería deseable entonces que aquellos a quienes se nos ha encomendado la defensa de ciertas visiones del país, seamos capaces de mostrar capacidad de diálogo y debate de contenido y recuperar de paso la estética del lenguaje de la política circunscribiendo nuestras discusiones al plano de las ideas y no a los interlocutores. Sólo así aportaremos a reubicar a la actividad pública como una actividad esencial para el buen desarrollo social, económico y cultural de nuestro país y más allá de los legítimos desencuentros, los ciudadanos podrán observar una justa brega sobre contenidos e ideas y no sobre denostaciones de lado y lado que en nada contribuyen a mejorar nuestro país.