Por Ernesto Ottone
Entre el “buen salvaje” de Rousseau y el “hombre como lobo para el hombre” de Hobbes, este último parecería estar más cerca de la realidad, aun cuando ambas visiones son unilaterales. La conducta humana es muy compleja y en ella conviven lo sublime y el horror. El buen salvaje a veces es malísimo y no sólo existen lobos, sino también nobles y amables corceles.
Las sociedades políticas han recorrido un largo y accidentado camino desde el mundo antiguo hasta el mundo globalizado de hoy para que sean primero reconocidos y después respetados los derechos humanos, y para establecer una convivencia social más justa y algo más igualitaria, en la cual no reine de manera incontrarrestable el poder del más fuerte, del más afortunado, del más feroz.
Estamos, por supuesto, muy lejos de alcanzar sociedades donde los rasgos y pulsiones más negativas de los humanos para una buena convivencia social se hayan reducido al mínimo.
Pero aun así, de manera intrincada y con regresiones frecuentes hacia la barbarie, nos adentramos al siglo XXI con la aspiración de reducir las desigualdades y de extender y perfeccionar la democracia en el mundo.
Chile, desde la derrota de la dictadura, ha recorrido un camino, lento en opinión de algunos, pero constante en la creación de un sentido común democrático, de mayor bienestar, de respeto a las libertades personales y de una gradual mayor justicia social.
Como es normal, no todo se hizo bien, se cometieron errores y se postergaron cambios, pero al fin y al cabo el balance es positivo y así lo consignan las mediciones de avance social que elaboran los organismos internacionales a través de diversos indicadores.
Es sobre los hombros de lo realizado por años de políticas públicas potentes, de reconstrucción democrática y republicana y de esfuerzos exitosos para reducir la pobreza que el actual gobierno está poniendo en práctica reformas que se dirigen a lograr una sociedad más igualitaria.
Esas reformas son justas e indispensables, el gobierno en su primer año avanzó con convicción y eficacia en impulsarla, en un proceso, eso sí, no exento de ripios y tropezones.
Para que esas reformas cumplan su promesa de elevar los niveles de justicia social y de perfeccionar la democracia, deben contar en su puesta en práctica con un fuerte apoyo ciudadano, sus ventajas deben manifestarse en la cotidianidad de la vida de los chilenos. Sus actuales niveles de apoyo son insuficientes.
La inquietud que genera el cambio sólo lo apacigua el beneficio del cambio.
Para ello es indispensable la fortaleza del marco fundamental que está en la base de los logros alcanzados: la legitimidad del sistema político democrático y el prevalecimiento en él de las virtudes republicanas que generan credibilidad en la ciudadanía.
La primera de ellas es la rectitud en el funcionamiento de sus instituciones, la confianza de que las reglas se respetan, y que quien no lo hace recibe la sanción jurídica, política y moral correspondiente.
Ello es lo que hasta hoy coloca a Chile entre los países con altos niveles de probidad pública y con bajos niveles de corrupción. Un país donde predomina la decencia.
Es lo que explica buena parte de nuestros aciertos, y es lo que aleja de nuestro horizonte político las regresiones autoritarias y los populismos aventureros.
Esta característica tiene raíces republicanas antiguas, ha sido trasmitida generacional e institucionalmente y ha sido retomada después de la opacidad dictatorial en nuestra reconstrucción democrática.
Se trata de prácticas económicas, políticas y culturales difíciles de construir y muy fáciles de extraviar.
Por ello, requieren una atención permanente, un cultivo cuidadoso, más aún en esta fase histórica global, donde el éxito a través del dinero logrado a cualquier precio aparece sobrevalorado y con escaso escrutinio público, al mismo tiempo que las instituciones democráticas clásicas están bajo severo escrutinio por una opinión pública exigente, conectada, descreída, voluble e hipercrítica.
Los recientes escándalos de Penta, Soquimich y Caval, por más que sean diferentes entre sí, son procesados de la misma manera por la percepción pública. En ellos se ve abuso de poder, promiscuidad entre dinero y política, privilegios y ventajismo.
Si bien no todo es ilegal, todo es reprobable, nada tiene que ver con la concepción del beneficio descrita ya en el siglo XVIII por la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, que consideraba legítimo el beneficio personal cuando está basado en alguna forma de “utilidad común”.
Detrás de estos escándalos hay sólo rapacidad.
Esta forma de proceder sólo debilita al sistema democrático y aumenta la desconfianza en la representatividad política, empequeñece los avances alcanzados.
Ha hecho bien la Presidenta de la República en establecer, más allá de su dolor, una frontera ética entre sus convicciones y quienes han herido gravemente esos valores.
Ha hecho bien en priorizar lo que podríamos llamar con Berlinguer “la cuestión moral de la política”.
Ojalá se opere en profundidad para establecer un marco estricto que reglamente las relaciones entre el dinero y la política.
Nada es más importante que la salud democrática, y es necesario entender la urgencia de fijar normas que vayan más allá del financiamiento de la política.
Se requiere el abaratamiento de las campañas, establecer con rigor las incompatibilidades, ampliar y detallar las declaraciones de intereses de los responsables públicos, analizar con otros ojos las dietas parlamentarias y los sueldos de las altas autoridades, revisar las relaciones entre empresas y representantes políticos.
El programa de reformas pierde toda su fuerza si se erosiona el patrimonio básico de la probidad.
Sería un grave error pensar que los extravíos éticos, ya sean delictuales, sistemáticos y permanentes en el tiempo, como los de Penta, o puntuales, como es el caso Caval, que han conmocionado al país, son sólo avatares que la cotidianidad hará olvidar.
Este esfuerzo corresponde a todos, gobierno y oposición. Quienes agitan el lodo con la esperanza de obtener ganancias, no entienden que se trata de arenas movedizas, que pueden terminar tragándose a todos y dejando al país sin rumbo.
Es necesario que los delitos sean castigados y que el sistema político genere las reglas que pongan fin al lodazal.
La alarma ciudadana provocada por estos hechos no es una mala señal, por el contrario habla bien del país.
Lo grave sería que lo sucedido no produjera sobresalto que fuera considerado como “natural”, como algo inevitable, como el calor en el verano y el frío en invierno.
La estupefacción y la decepción indican que hay esperanzas y que existen poderosas reservas morales para que sea superado lo que nunca debió haber sucedido.