De dulce y de agraz

Por René Jofré

La respuesta: Sí y no. 

Sí, porque en lo ideal se supone que quien tiene dicha calidad tendría un punto de vista carente de sesgo, más global que parcial, independiente de presiones, transversal. ¿Es eso cierto en la realidad?

En principio, no. En lo político, las actuaciones tienen siempre una dependencia, si no es de partidos, es de grupos de interés o de corporaciones. O peor, proviene de orígenes desconocidos y grises; los ejemplos en la historia abundan. 

Por ello, la democracia se sustenta en partidos, que son instituciones políticas indispensables para que se desarrolle. Pero a condición de que la democracia fortalezca esas instituciones de modo debido.

En períodos históricos de debilitamiento y crisis de las fuerzas políticas surgen candidaturas independientes amplificadas por los medios de comunicación o por grupos de interés que, la mayor parte de las veces, sustentan sus opciones programáticas en un discurso que parece bien intencionado, pero que termina por desprestigiar aun más a las instituciones políticas. 

La corrupción que “la escoba” puede barrer, el que “que se vayan todos”, “el fin de la UF”, “el poder de la gente” son consignas que emergen en períodos de cambio o de crisis de la política en boca de candidaturas independientes y que sintonizan con el clima ambiente, pero que pueden llegar a ser una “bomba de tiempo” para la democracia en caso de triunfar, ya que estas candidaturas, salvo excepciones, no cuentan con organización suficiente para un ejercicio de gobierno, bien sea porque se basan en un concepto personalista del poder o porque levantan expectativas imposibles de cumplir.

Por cierto, los partidos no son la única forma de levantar demandas o de abrir canales a la participación. La sociedad civil, a través de movimientos y organizaciones sociales, permite una mejor conexión entre la ciudadanía y la política, innovando en el ejercicio de la democracia. 

Sin embargo, uno de los factores que llevan a la excesiva personalización de la política es la crisis de los partidos, que se han convertido en terreno fértil para caudillos que actúan como accionistas mayoritarios en vez de conductores políticos o articuladores de tendencias ideológicas diversas. Esto se suma a problemas de financiamiento legal, falta de espacios e instituciones que ayuden internamente a un mejor debate intelectual y programático, y reglas poco claras para la selección de candidatos, entre otras. 

Los partidos también tienen problemas en su dimensión representativa. En las elecciones parlamentarias de este año tendremos, otra vez y de seguro, a varios congresistas electos con representaciones reales de un dígito. Para quienes tienen la idea de que los proyectos importantes se resuelven exclusivamente a través del debate en el Congreso, que esta instancia tenga escasa representación pasa a ser un problema de envergadura. 

Es en este terreno que las candidaturas independientes construyen su oferta, pretendiendo sustituir a los partidos y confundiendo el natural reacomodo de fuerzas que se produce al cambiar un ciclo histórico con una especie de disolución de la política que no pasa de ser una fantasía, ya que el vacío en el poder siempre se llena. Como señala Laclau, nunca se van todos, siempre llega alguien. Si no están los partidos, hay un caudillo, civil, militar, religioso, tecnocrático que ocupará ese lugar. La revisión de esas experiencias históricas no trae buenas noticias para la democracia.

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