Crisis de los partidos y tecnologías de la comunicación

Por Antonio Leal

Los partidos políticos nacen en el seno de las democracias liberales. Pese a la fuerte matriz individualista que caracteriza el liberalismo, éste reconoce la legitimidad y utilidad de los partidos pero estableciendo una limitación muy nítida: el rol de los partidos está ligado originariamente a la arena parlamentaria, a la competición de las élites políticas.

En sus orígenes los partidos surgen como asociaciones de carácter privadas abiertas a la adhesión espontanea de los ciudadanos que compartían ciertos intereses. Superadas las iniciales difidencias de las oligarquías monárquico – liberales, los partidos son concebidos como expresión primaria del derecho de asociación política. Ellos se presentan como una emanación directa de la sociedad civil y son, por tanto, extraños a la lógica burocrático – administrativa de las instituciones públicas y están en conflicto con el Estado y sus poderes constituidos. La tipología de los partidos, aún cuando en la mitad del 1800 ellos tienden a caracterizarse como “partidos de notables”, es mucho más próxima a aquella de los movimientos e incluso a la de los movimientos revolucionarios que no a la de un aparato burocrático.

La liberal-democracia, con la universalización del sufragio, da vueltas progresivamente este esquema: los partidos comienzan a representar la organización de los ciudadanos que en el ejercicio de sus derechos políticos eligen y establecen legitimidad y apoyo a los gobiernos y a las políticas parlamentarias.

De una desviación democrática, en lo que podríamos llamar una interpretación herética que absolutiza una parte de la verdad entendiéndola como el todo, surgen las variantes de los partidos políticos no democráticas o con resultados no democráticos, preocupados de regresar cuanto antes a una mítica unidad del pueblo en un sentido orgánico, de imponer mega relatos de la realidad o de construir un nuevo tipo científico que muchas veces se transforma en partidos únicos y en regímenes totalitarios de diverso signo.

PARTIDOS Y DEMOCRACIA DE MASAS

Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, por efecto de la universalización del sufragio del mundo popular, de la mujer y del ingreso a la arena parlamentaria de los grandes partidos de masas, se asiste a una gradual transformación de las funciones de los partidos políticos y, en consecuencia, de las funciones del propio parlamento.

Los partidos de masas asumen tareas paraestatales de organización y educación moral e intelectual de las masas por una emancipación social antes que política.

De esta forma nacen, también, los partidos populares que organizan e integran a las “masas” que habían quedado fuera de la construcción del Estado y contribuyen a que millones de trabajadores tomaran conciencia del significado de la propia ciudadanía y a que lucharan, ya no contra el Estado, sino por un Estado más justo, capaz de remover los obstáculos de carácter económico y social que limitaban los derechos a la libertad y a la igualdad política.

En su origen, la propia sociedad civil logra su espacio y su rol en relación con el Estado gracias al surgimiento y a la incorporación al sistema de los partidos políticos y a la capacidad de radicación social y cultural de estos en los más diversos ángulos geográficos y sociales de las naciones. Los partidos fueron los grandes vehículos de la “alfabetización”  y culturización política, los difusores de los derechos individuales y colectivos, los organizadores de las competencias reguladas, de la expresión del conflicto, de la generación de los consensos y de la recomposición de la política, los primeros forjadores de las comunidades elevadas a nivel del Estado y, por tanto, con una visión y una fuerte vocación de poder.

Por ello es que la democracia moderna está intrínsecamente asociada como sistema político, tanto con la existencia del Parlamento – que representa el lugar donde la soberanía popular se expresa en su dimensión diferenciada y compleja – como con la presencia de los partidos políticos que han asumido, en el siglo XX, el rol tan poderoso de ser intermediarios de los grandes intereses sociales y expresión de las concepciones culturales que han determinado el carácter universal de la figura parlamentaria.

Rousseau nos recuerda que la idea misma del representante es moderna, ya que en la política antigua no se conocía la separación entre la libertad de individuo y la libertad participante del ciudadano. No existía la libertad de no participar y de delegar representación. En Hegel encontramos un esfuerzo nítido por conjugar la confianza directa, que asigna al diputado su independencia de juicio y de acción y que constituye la base de lo que el filósofo alemán llamaba el “gobierno de las discusiones”, con el estilo “delegado” que exige el suplemento de legitimidad proveniente de los sectores organizados de la sociedad en su conjunto.

El parlamento es, en cuanto representante de un cuerpo electoral válido para todos, un “pueblo en miniatura” y, de otra parte, es el órgano que tiene el poder de producir normas que resultan vinculantes para el conjunto de la sociedad. Este es el primer y privilegiado terreno de los partidos políticos.

Sin duda, la incorporación de los partidos políticos – reconocidos como “extraños” en las legislaciones del siglo XIX – a los ordenamientos institucionales más característicos del siglo XX, produce una profunda transformación estructural de la política, de manera que ellos se transforman en el actor principal dentro de los sistemas pluralistas de representación. Nace, así, la “democracia de los partidos” que deja de lado la figura liberal del parlamentario plenamente autónomo y genera nuevos canales para la expresión de la separación de los poderes anunciada por Montesquieu.

A partir de ese momento la actividad asociativa de los partidos pasa a tener una repercusión extraordinariamente drástica en la configuración de la representación política, no sólo porque los partidos seleccionan las candidaturas, controlan los elementos disciplinadores de los grupos parlamentarios y definen el personal político principal del Estado, sino además y muy esencialmente, porque asumieron en este siglo el rol indiscutible de mecanismo único de integración de los intereses y de la agregación de las reivindicaciones sociales, transformándose en un verdadero “agente de identidad” de la representación de la sociedad civil.

En una fase sucesiva tienden a atribuirse siempre más netamente, roles y prerrogativas de tipo institucional, hasta llegar a constituirse en un cuerpo estructurado que se asimila totalmente a los órganos constitucionales del Estado.

Este proceso de “estatización” de los partidos representa una forma de racionalización del poder en un sentido weberiano, porque corresponde a la creciente especialización y profesionalización de la vida política en la sociedad diferenciada. A causa de esta evolución los partidos han perdido las características originarias de movimientos de opinión y de lucha política, muy frecuentemente guiados por líderes carismáticos, y tienden a abandonar también el rol que tradicionalmente les ha confiado la doctrina política, a partir de la inspiración de Montesquieu, de ser los “cuerpos intermedios” entre la sociedad civil y el Estado y la estructura corpórea política del pueblo y de su mediación con las instancias de base.

El estado final de esta evolución ha sido la formación de una “nueva clase” de los profesionales de la política que ejercitan una notable influencia en la economía, en las finanzas y en la información. En la medida en que se consolida esta nueva categoría de “burocracia-especializada” los partidos tienden a identificar, de manera creciente, la propia auto conservación con aquella de la conservación del sistema de partidos y, por ende, con la estabilidad del conjunto de la burocracia pública.

De esta manera los partidos acreditan la legitimidad del sistema político fundamentalmente porque constituyen aquello que Kelsen llamaba la “máscara totémica” es decir, el factor de la representación pública.  Son el fundamento, al menos formalmente, del esquema clásico aristotélico-rousseaniano donde la esfera política es el sistema social donde se adoptan las decisiones colectivas que tienen que ver con la cosa pública.

IDEOLOGIAS y PARTIDOS

Cuando las ideologías ocupan los espacios de la política y conjuntamente con entregar valores definen concepciones del mundo, modelos de organización social y respuestas unívocas a los anhelos de los ciudadanos, los partidos políticos radicalizan su sentido de “parte” y se transforman  en expresiones de grupos sociales definidos, de concepciones culturales más o menos totalizantes y de aspiraciones de ocupación  o de asalto al poder destinadas a concretar proyectos de salvación  humana y social.

Estas características se profundizan cuando el mundo se divide en dos bloques ideológicos, políticos y militares y cuando todos los fenómenos son vistos como parte de una gran confrontación este-oeste y de reductivas  visiones clasistas que establecía a priori los aliados y enemigos, que ordenaba el conflicto social y que no dejaba espacio a la expresión de una multiplicidad de contradicciones humanas existentes más allá del esquema de la sociedad de las ideologías auto referentes.

El surgimiento de la “pasión” en política, de la centralidad que ésta alcanzó en la vida de los seres humanos del “dopo guerra”, estuvo ligada justamente a la oferta de “causas finales” y al aparente protagonismo que masivamente los seres humanos podían tener en su concreción a través de la militancia partidaria, al sentido de identidad y a las raíces que ofrecía una sociedad sólidamente estructurada a partir de la cultura industrialista  y cuyas opciones  se expresaban a través de los partidos, a la idea de que un determinado proyecto político podía velozmente resolver los problemas de la humanidad.  Militar en un partido político era ser parte del reino de las certezas y ello repletaba la necesidad de seguridad que el hombre milenariamente ha buscado.

Justamente, por el peso omnicomprensivo que adquirieron los partidos como “sociedad que se organiza” dentro de las instituciones, es que la crisis de representatividad que hoy les afecta  repercute en toda la organización del sistema político institucional en que se ha basado la democracia del siglo XX.

Hasta que los partidos, sobre todo aquellos de masas, fueron esencialmente homogéneos en su composición, portadores de grandes  opciones, capaces de unificar en torno a un proyecto a grandes franjas electorales, el circuito  ciudadanos- partidos – grupos parlamentarios – mayoría/oposición, resultaba extremadamente vinculante.

Hoy debemos analizar  cuántos de estos factores que caracterizaron el funcionamiento de la vida de los partidos se han modificado y cuáles son las repercusiones de esas modificaciones en todo el sistema político y, en particular, en la esfera de la representación parlamentaria.

Los partidos políticos nacieron sobre la base de una serie de fracturas sociales, económicas y culturales que han perdido hegemonía política.  Al fenecer la política ideologizada, con todos los rituales que ella conlleva, se abre espacio – con cortocircuitos regresivos siempre posibles – una política civil en la cual se mezclan, en proporciones distintas que dependen de la calidad de la democracia en que se vive, la universalización de sus principios, un tipo de radicalidad de valores, la ausencia de un centro moral definido, pragmatismos sobre los medios, nuevos sujetos con disponibilidad al particularismo y el incontrarrestable peso de los mecanismos ligados al mercado y a la planetarizada influencia de los medios de comunicación que reemplazan algunas de las funciones de los partidos y, a la vez, se transforman en vehículos privilegiados que éstos utilizan para comunicarse con la sociedad y enviar sus mensajes persuasivos y muchas veces subliminales.

Nacen nuevas fracturas de tipo post  materialista, como son la condición femenina, el reconocimiento de la diversidad sexual, la marginalidad juvenil, las nuevas pobrezas, las varias actitudes anti establishment que enriquecen potencialmente el juego político de dimensiones nuevas.  Aquí se esconden también peligros para la igualdad de las posibilidades de participación.  Una participación en forma de organizaciones menos convencionales y menos cohesionada es más selectiva y fragmentaria que aquella de los partidos.

Es verdad que los nuevos movimientos ciudadanos buscan hablar también en nombre de los grupos que han quedado fuera, pero no siempre pueden generalizar de manera políticamente eficaz porque es en la especificidad donde los intereses comunes concretos con los cuales  se identifican logran generar su fuerza y su capacidad de convocatoria.

Los partidos políticos aparecen siempre menos como “la democracia que se organiza” y cada vez más como un factor rico en la obtención de “chances” de poder, pero pobre en recursos ideales.

Todo ello, debilita las bases sobre las cuales nacieron y se desarrollaron los partidos, disminuye sus funciones y atractivos, redimensiona su capacidad de liderazgo y el peso específico que ellos ocupan en la sociedad civil.  La propia “partidocracia” – crítica universalmente extendida a los partidos políticos – es sobre todo la manifestación de un mal, es signo más de la debilidad de los  partidos que de su fortaleza, es fruto de la pérdida de sentido que los lleva a  buscar una “compensación”, a ocupar el Estado creando en su interior verdaderos feudos privados a través de los cuales buscan mantener la propia identidad.

La reconocida crisis mundial de los partidos políticos es, en verdad, un aspecto de aquel fenómeno más general de la crisis general de la política derivada del ocaso de las ideologías y del surgimiento de una sociedad “taro”- moderna más compleja que desplaza  fáciles determinismos, rígidas deducciones doctrinarias y organizaciones no habituadas a convivir con la mutación perenne, con la incertidumbre, la flexibilidad, la secularidad, la reversibilidad de los fenómenos.

Es evidente que se ha agotado el espacio para los sistemas de aparatos capilares sobre el territorio gestionado por castas de funcionarios de la política y con ello desaparecen los partidos que reproducían disciplinas de “masas”, más típicas de los ejércitos y de las grandes fábricas, que de seres humanos autónomos e individualistas.

PARTIDO ELECTORAL Y MULTIDIMENSIONALIDAD DEL ESPACIO POLITICO

Sin embargo, lo claro es que, aún en medio de esta crisis, las democracias basadas en el sufragio universal tienen necesidad de instrumentos de encuentros entre los ciudadanos y las instituciones, entre los cuerpos electorales y las asambleas representativas, y por ende, tienen necesidad de los partidos políticos.  Lo que se ha perdido en integridad ideológica ha sido ganado en términos de disponibilidad a la competición.  El conflicto, por tanto, es inherente a la democracia y  la voluntad política es fruto de un proceso de construcción, es el producto de una múltiple elección individual que se sintetiza gracias a la mediación de los partidos políticos.  Una democracia representativa sin partidos no tiene sentido, es como un liberalismo sin libertad.

Kant dijo algo muy importante cuando sostuvo que los hombres deseaban la armonía, pero la naturaleza, que conoce mejor aquello que está bien para ellos, ha creado el conflicto.  Si no existiera el conflicto la gente terminaría por aletargarse en aquella armonía que sueña.  Es claro que las constituciones no deben ser creadas para los sueños de la gente sino para realizar las exigencias  de libertad, pero estas exigencias de libertad son justamente objetos del debate y pueden ser interpretadas de manera diversa.

No se puede personificar el pueblo y dotarlo de una voluntad semejante a aquella del individuo no considerando el proceso de agregación de la voluntad de los individuos que se sitúa necesariamente entre ambos.

La nueva situación exige precisar mejor aquello que la política puede dar y aquello que la política no pude dar y ni siquiera debe prometer.  Requiere, entonces, realizar un espacio político en el cual los partidos en su conjunto tengan un rol parcial, pero imprescindible, y a la vez, donde exista la capacidad de dar vida a partidos abiertos, que reciban el influjo de ciudadanos que incluso participan en la resolución del programa y en la generación de los rostros que  lo encarnan.

El tema es, entonces, caída la vieja centralidad del sistema de  partidos, ¿qué carácter tendrán los nuevos partidos que emerjan de esta crisis? ¿Es posible imaginar una alternativa institucional al sistema de partidos dentro de un régimen que mereciera aún llamarse democrático?

Hay que señalar que la crítica a los partidos es antigua y refleja en origen el disgusto liberal-individualista hacia las formas de agregación social que alteraran el mercado político, como si el individuo y el mercado no fueran ellos mismos abstracciones o de cualquier manera realizaciones históricas.

Hace 50 años que el cientista político alemán Otto Kirchheimer  elaboró la teoría del surgimiento de un nuevo modelo de partido, el “catch allparty”, o “partido electoral o atrapalotodo “ e indicó, premonitoriamente, que el futuro de los partidos políticos estaría determinado por las siguientes características: reducción de su bagaje ideológico , fortalecimiento de un liderazgo personalizado que es valorado por su  contribución a la sociedad en su conjunto más que a un grupo determinado, disminución del rol y de la influencia de los afiliados individuales,  menor énfasis en la base social tradicional de cada partido para ganar consensos  en el conjunto de la población, establecimiento de vínculos de los partidos con una  variedad de grupos de interés.

Como bien señala Panebianco (2009)  en el nuevo tipo de partido son  los profesionales, los expertos, los técnicos, quienes dominan una serie de conocimientos especializados, los que desempeñan un rol cada vez más  importante y contribuyen a desplazar el centro de gravedad de la organización desde los militantes a los electores.

Esto fija una diferencia central entre el partido burocrático de masas y el partido profesional-electoral.  El primero era una institución fuerte, basada en la ideología e en el establecimiento de una red muy radicada de “creyentes”.   El partido profesional-electoral es débil y, por ende, la transformación implica un proceso de desinstitucionalización del partido y una creciente incorporación de éste a la esfera del Estado.   Generalmente este último tipo de partido no contribuye a generar ningún tipo de identidad colectiva, lo cual genera al menos dos consecuencias: se producen comportamientos políticos “no convencionales” y la explosión de reivindicaciones corporativas que desencadena la multiplicación de las estructuras de representación de los intereses.

La capacidad de los partidos para seleccionar autónomamente las  élites se deteriora, los grupos de intereses ubicados fuera de los partidos y,  en ocasiones, dentro del mismo partido, patrocinan directamente a sus “hombres” hacia el Estado y estos sólo formalmente tienen una adhesión partidaria que es generalmente instrumental a la cuota de poder recibida.

Incluso la capacidad del  partido para determinar la política estatal en su conjunto queda comprometida.  Los partidos se ven obstaculizados en sus roles  tradicionales por los grupos de intereses, por la tendencia a la autonomía de las estructuras político-administrativas, por el creciente “bonapartismo del presidente” o del jefe de gobierno y por la multiplicación de asociaciones que se constituyen en torno a problemas concretos.  Cuando se deteriora la capacidad del partido para representar intereses colectivos se debilita entonces su colocación en todas “las mesas del juego” político.

Otro factor que hay que considerar, siguiendo con la óptica de Panebianco, es la modificación del espacio unidimensional en que se desarrolló la lucha política.  El continuum derecha-izquierda, en tanto “mapa cognitivo” casi único se modifica en virtud de que cambia la conexión entre las fracturas estructurales y la representación políticas de ellas.  Las propias distinciones culturales que daban sustancia y sentido al mapa cognitivo se atenúan en el momento en que deja de estar claro cuáles son los estratos sociales que salen favorecidos o perjudicados por las distintas opciones.

De esta forma el espacio político tiende a adquirir un carácter multidimensional: el tradicional continuum derecha-izquierda sigue siendo una dimensión básica de la política, pero tiende a surgir una nueva dimensión  que se superpone a la anterior.

El surgimiento de valores postmateriales  establece divisiones que se expresan en contradicciones como establishment y antiestablishment que obviamente no coincide con la división más tradicional de izquierdas y derechas.  Esto se manifiesta desde el alternativismoanticonvencional, a los votos de protesta en las elecciones, a la abstención o anulación del voto, y muy frecuentemente al distanciamiento total de la política.  Por ello el espacio político se modifica, se hace multidimensional.

Una posibilidad es que se intente un retorno al pasado, es decir a la constitución de las antiguas identidades ideológicas.  Sin embargo, esto aparece como muy poco factible dado que la simple formulación ideológica no logra reconstituir las anteriores identidades colectivas ni las soluciones político-organizativas a que ellas estaban ligadas.

La otra posibilidad, que implica un intento de  recomposición de la política, es la innovación política propiamente tal que debiera producirse desde fuera del sistema político actual, tal como planteaba Weber (2007), que suponía que las auténticas innovaciones en períodos de crisis se producen desde fuera por la irrupción de fuerzas “auténticamente revolucionarias” que reformulen el sistema político, sus temas y espacios.

LA DEMOCRACIA DEL PÚBLICO

Lo claro es que el partido profesional-electoral que extiende su influencia a nivel mundial y representa una franja muy extendida de los partidos modernos, es funcional a una tendencia creciente que se observa sobre todo en el mundo avanzado y en gran medida en el nuestro: el reemplazo de la “democracia de los partidos” por una “democracia del público”.  Una democracia en la cual la elección de los gobernantes y de los representantes se funda más en la personalidad y el carisma del candidato que en los programas, en la “representación” de imágenes de la realidad más que en la realidad misma.

Como bien señala Georges Balandier (1988) “todo poder requiere de una representación, una distancia con respecto a los súbditos y ninguna sociedad puede escapar a su propia teatralización. Este hecho se impone con evidencia en aquellas que están sometidas al gobierno absoluto de los medios que han provocado un nuevo advenimiento de la “sociedad del espectáculo”.

La democracia del público confiere y reduce al ciudadano a una doble valencia: la de ser un espectador y un elector que no reclama una específica representación simbólica e institucional en cuanto miembro de una capa social económica o cultural, sino en tanto sujeto indistinto que reacciona a las propuestas de un cuerpo profesionalizado de la política tal como lo hace un público teatral y cinematográfico que no juzga el grado de sintonía de la obra con su propia identidad sino la calidad de la representación en el escenario y credibilidad de los diversos personajes.

La democracia del público presupone que la declinación del sistema de los partidos se expresa en que ninguna división social se presenta más importante que las otras, ninguna se impone a priori como aquella fundamental y central.  La época del partido militante de un sector social, se disuelve porque la colocación social no es un factor cardinal de la distinción entre los ciudadanos.  Estos no deciden más en función de los juicios anteriores y externos sino como un público en función de la imagen que a ellos se les propone cuando son llamados al teatro del voto.

Esto significa que la democracia del público es movilizada a través de de acciones y de comunicaciones que hacen referencia a factores diversos de aquellos tradicionales.

A veces son factores locales, éticos o cuestiones singulares  y contingentes que son advertidas como  prioritarias en la vida de la comunidad o por la  propia condición personal. De esta forma, la democracia del público neutraliza el sentido y los fundamentos de la pertenencia, estructura la comunicación política como escena y los ciudadanos como público que reacciona y juzga la representación de los problemas que en cada presentación le es ofrecida.

Todo ello produce una mutación radical en la relación entre política y vida, entre acción política y realidad social.  Esta relación, sin embargo, no desaparece pero se hace más compleja. El sujeto político es siempre menos expresión de las divisiones sociales dadas y siempre más actor que propone, en relativa autonomía, un factor de diferenciación, que busca descubrir y transformar en conocido por la colectividad.

Esto comporta que la confrontación y el conflicto político se  estructure, siempre más frecuentemente, con una prevaleciente referencia a la imagen –la imagen personal del candidato, la imagen de los movimientos y de los partidos a los cuales esos pertenecen, la imagen que confiere identidad parcial por los temas que aborda – más que a específicos intereses y programas políticos que se traduzcan en intervenciones legislativas y acciones administrativas.  Crecientemente se presentan distinciones aparentemente más blandas o nuevos factores de identidad: conservadores y progresistas, moderados y radicales, federalistas y centralistas, liberales y estatistas.

Ello hace evidente que estamos instalados en una modalidad política posmoderna con todos sus rasgos de pérdida de la idea de futuro, de impulso al narcicismo, de abandono de lo político hacia lo privado, de primacía de la imagen y de los medios sobre cualquier intencionalidad de los sujetos, del desencanto pasivo.  Es decir, esa posmodernidad de  Baudrillard que nos enfrenta a un desencanto irremediable.

Cada vez ha sido más frecuentemente el que el sistema político ya no absorba demandas sociales.  El mismo las conforma a su manera, las condiciona a través de la omnipresencia de los medios.  Lo instrumental tiene supremacía sobre lo ético, la sociedad es mera espectadora.  Es decir un mundo como ha analizado Baudrillard dominado por el simulacro y el signo, el universo de la tecnología de las comunicaciones.  En este caso la política es cada vez más el fruto de esa sociedad de la mostración de los medios.  Es representación, pero en el sentido teatral, escénico, es simulacro en tanto está desustancializada por la lógica del poder, por el juego narcisístico de unos pocos al que la sociedad civil no está invitada.

Esto no es algo creado premeditadamente por los políticos, es un proceso con rasgos de objetividad transpersonal, una especie de recomposición orgánica de las formas sociales de relacionarse y de significar.

Hemos vividos en sociedades que no tiene vías para expresarse, ante representantes que se bastan a sí mismos y creen poder prescindir de la sociedad.  Esto conduce a la falta de credibilidad social frente a las continuas frustraciones provocadas por el pragmatismo y la falta de ideas identificadoras, lo cual genera desencanto y pasividad social.  La política se presenta, entonces, como cuestión sólo de políticos.

El divorcio entre sociedad y sistema de representación política puede lleva a dos caminos igualmente frustrantes: el surgimiento de una reacción social sin direccionalidad que es de fácil conducción neo autoritaria, o a la  asunción conformista de este estado de cosas como natural, lo cual comporta que la legalidad del sistema estará acompañada de una creciente ilegitimidad y de  un vacío de aquello que caracteriza a un régimen político democrático y lo diferencia de uno que se legitima por la fuerza.

Existe el riesgo que, a la creciente exigencia de tecnificación de las decisiones políticas en todos los planos y a la codificación de la información, se unan los altos niveles de apatía ciudadana por la política especialmente por la política partidista, permitiendo una mayor elitización del poder, una restricción del carácter de la ciudadanía, un copamiento de lo tecnocrático en las diversas esferas del poder.

Es evidente que hay un cambio de naturaleza, de funciones, de mecanismo que caracterizan a esta fase del Estado y del gobierno moderno y que  no pueden soslayarse, lo que va acompañado del cambio del propio léxico de la política y de la relación ente el individuo y el estado.  Cambian, también, los tiempos de las decisiones políticas y técnicas, y los programas ya no obedecen a la simple clarificación nacional sino a las exigencias y a los ritmos de la  globalización de la economía, de la cultura, de la ciencia, de la política y de la vida de los seres humanos y de las sociedades.

De alguna manera estamos viviendo – en virtud de la mundialización del impacto del desarrollo tecnológico, de la supremacía de los valores “ideológicos” derivados del mercado y de la enorme influencia de los medios y de las tecnologías de la comunicación- en una fase de aceleración de lo que en algún momento se llamó, esquemáticamente, la norteamericanización de la política y la propia afirmación de la democracia del público representa una forma totalmente adecuada y coherente con esta tendencia.

Subyace, en este ciclo, en el análisis intelectual una visión pesimista sobre el ciudadano ejemplificado, como lo señala, Álvarez Teixeira (2000), en altas abstenciones electorales, en la escaza afiliación partidista o en la débil participación en los mecanismos que la democracia representativa ha articulado en la vida pública. Se cumple así, el designio de Tocqueville cuando afirmaba que el individualismo sería una de las características connotadas de las democracias modernas, lo cual se presenta como una degradación de la vida pública y como parte de las internas transformaciones de la intimidad y la identidad del yo, como lo sostienen Elias y Giddens. Estas se modifican, como también la soledad del sujeto de la modernidad tardía, en temas públicos que los partidos y la política no logran absorber y connotar como tales.

TECNOLOGIAS DE LA COMUNICACIÓN Y CAMBIOS EN LA SUBJETIVIDAD SOCIAL

Ya en los años 60 Marshall McLuhan sostenía que el cerebro humano es un ecosistema biológico en constante diálogo con la tecnología y la cultura y agregaba que “la velocidad eléctrica tiende a abolir el tiempo y el espacio de la conciencia humana. No existe demora entre el efecto de un acontecimiento y el siguiente. En la era eléctrica nos vemos a nosotros mismos cada vez más traducidos en términos de información, dirigiéndonos hacia la extensión tecnológica de nuestra conciencia”

Recordaba que Harold Innis, economista y experto en comunicación canadiense, fue el primero en demostrar que el alfabeto es un agresivo absorbedor y transformador de culturas. En definitiva, lo que McLuhan adelantaba, con gran intuición, es que sea en el paso de la cultura oral a la cultura escrita como en el paso de la cultura mecánica a la eléctrica y a la digital, las tecnologías de las comunicaciones producen verdaderas revoluciones en la formulación de la subjetividad de las sociedades.

Ello significa que la estructura mental de la sociedad y de las personas está influía por el tipo de tecnología que la sociedad dispone. “Somos lo que vemos, formamos nuestras herramientas y luego estas nos forman”, diría McLuhan (1996).

En la Galaxia de Gutenberg , plantea que en el paso de la cultura oral a la alfabética, no solo se crea una nueva memoria que hace perdurar el pensamiento humano sino que además las palabras adquieren significado mental y se genera una nueva creación imaginaria.

Platón, que era crítico de la escritura y la consideraba “infrahumana” ya que establecía “fuera del pensamiento lo que puede existir dentro de él”, describe el mito cuando Theuth le presentó su invento de la escritura al faraón Thamus este la consideró peligrosa ya que disminuía las facultades de la mente y creaba una memoria mineral.

En verdad, detrás de este aserto, como de la persecución de la Inquisición católica por siglos al esfuerzo por crear la imprenta, está oculto el temor de que la masificación de los textos debilitara el control total del espacio de la política de quienes guardaban para sí el poder del conocimiento. El conocimiento y el manejo de la información es poder y la Ilustración, el Iluminismo y la propia Revolución Francesa habrían sido imposibles sin que mediara la creación de la imprenta y la publicación de las obras que generaron el pensamiento político hegemónico de esta fase de la modernidad.

Los periódicos acompañaron en el siglo XVIII a la revolución industrial, a la expansión del capitalismo, al liberalismo que creó al ciudadano, la igualdad ante la ley y el derecho a la propiedad, premisas con las cuales nace la democracia moderna. Pero, también, la imprenta y los periódicos permiten la expansión del pensamiento social, en particular de las ideas de Marx, que representó a aquella clase que de súbdito se transformó en un ser libre de vender su fuerza de trabajo en el mercado y en un sujeto político que expandió los confines de la democracia e instaló el principio de la igualdad social.

Es el paso a la tecnología de la imagen, el surgimiento de la Televisión, que cambia la forma de vivir de las sociedades, lo que permite a McLuhan (1990) predecir que esta nueva forma de comunicar iba a transformar el mundo en una Aldea Global, lo que se profundizaría cuando el satélite permitió trasmitir imágenes y “comunicar en tiempos reales a gran distancia”.

La influencia del medio televisivo sobre la vida privada de los ciudadanos es uno de los fenómenos centrales en la evolución de la sociedad contemporánea.  Se trata de un fenómeno que produce incluso una auténtica mutación antropológica, ya que incide en los parámetros cognoscitivos, en las disposiciones emotivas, en el imaginario colectivo, en el sentido, en los ritmos y los contenidos de la existencia cotidiana.

La sociedad de los últimos 40 años del siglo XX y del primer decenio del siglo actual, ha estado regida por la influencia de los medios y en particular de los visuales.  Televisión y video han orientado y, en gran medida, determinan la composición de significados, las representaciones que nos hacemos de la sociedad, la definición de nuestros deseos que creemos íntimos y libres.  En el tiempo en que decae la lectura y la sistematización conceptual como modos de interrelacionarse con el mundo, la imagen pasa a primer plano en su rol de componer nuestra concepción de la realidad.

La televisión hegemónicamente reemplaza a la escuela como principal aparato educador y las instituciones clásicas encargadas de la socialización de los individuos, entre ella los propios partidos políticos,  pierden influencia y efectividad.

Es el  hiperrealismo de la imagen, esa que muestra lo real como algo derivado: nada es tan perfecto o transparente como la televisión puede mostrarlo.  La realidad no es más que una copia pobre de lo que muestra la pantalla, de manera tal que nada que esté fuera de ahí es real, lo  único verídico se define en el video.

Se sale, como señala Sartori (1989), del “mundo de las cosas leídas” para entrar en el “mundo de las cosas vistas”.  Hay un  paso del  “homo sappiens” al “homo videns” y, por tanto, al de un ser humano donde el significado de las cosas ya no se da en términos de conceptos sino de imágenes y de emociones.

A diferencia de McLuhan, que confiere a la TV un rol esencial en el surgimiento de la globalización como efectivamente ha ocurrido, parte importante de la intelectualidad, sobre todo europea,  ha sido despiadadamente crítica con el rol, considerado excesivo, de la TV en la vida de la sociedad.

 

¿PRISIONEROS DE LO VIRTUAL?

De Carl Schmitt a Luhmann y a Habermas la sociología y la filosofía europea colocaron el acento en el impacto de los medios de comunicación sobre los espacios tradicionales de la democracia, mostrando la creciente influencia sobre los procesos de formación de la opinión pública.

En un momento el filósofo francés Jacques Derrida (1989), para el cual “la democracia es sólo una promesa y está aún por venir”, avanzó una propuesta de “aggiornamento” de la democracia, basada en la idea de una “opinión pública independiente”, es decir, una opinión pública que sepa interrogarse críticamente sobre los principios mismos de la democracia, comenzando por la idea de la democracia.

Sin embargo, el mismo Derrida sostuvo que la independencia de la opinión pública está más que nunca amenazada por los medios de comunicación de masas.  Su conclusión es muy radical, “la TV hace mal a la democracia” y, por tanto, señala, “es necesario luchar contra la nueva censura que amenaza a las sociedades liberales: la acumulación, la concentración, los monopolios de la comunicación que pueden reducir al silencio todo aquello que no entra en sus propios esquemas”.

Esta nueva censura, sostiene Derrida, combina concentración y fraccionamiento, acumulación y privatización comunicativa para obtener esencialmente un resultado: el conformismo político de los ciudadanos.  Por ello plantea que contra la “nueva censura” es necesario hacer valer, como derecho fundamental, el derecho a réplica, en su acepción más extendida.

También Karl Popper (1994), uno de los padres de la sociedad liberal abierta, en su último ensayo antes de su muerte, se ocupa de lo que llama “los peligros que emanan de la televisión para la libertad”

“La democracia, sostiene Popper, consiste en el control del poder político.  Esto es lo que la caracteriza.  Por ello, en la democracia no debiera haber un poder político cualquiera que no esté sometido a control. Y el caso es que  la Televisión se ha convertido en un poder político colosal.  Podría decirse que es incluso el más importante de todos, casi como si hablase de Dios mismo.  Y así será un día, si seguimos permitiendo el abuso por parte de este medio de comunicación”

Popper señaló que debiera concederse singular atención al peligro de la mezcla de realidad y ficción, así como de sus posibles efectos desconcertantes en personalidades especialmente proclives para ello y propone el  surgimiento de un Colegio de Ética para controlar la televisión y la exigencia del respeto –por parte de los periodistas, camarógrafos, guionistas y demás trabajadores televisivos -, a un conjunto de valores y principios por los cuales estos deberían estar regidos.

Por su parte, el sociólogo norteamericano y experto en comunicación de masas, ToddGitlin (1994), fundamenta la acusación que se hace a los medios norteamericanos de degradar la política. Destaca que la influencia de los medios y especialmente de la TV  en relación a las campañas políticas, tiende a banalizar la competencia ya que se destacan aspectos de imagen más que propuestas y contenidos, imitando las formas deportivas y del espectáculo.

Es obvio que la televisión cambia el lenguaje de la política que no está determinado por el tiempo destinado a hacer comprensible el argumento a la gran masa sino a los tiempos del “efecto sonido e imagen” que la TV transmite y que es seleccionado a través del montaje por la propia televisión.

LA TELEVISION COMO GRAN ESFERA PÚBLICA

Lo real, es que el paso creciente de la sociedad industrial a la sociedad electrónica se verifica a través de la “puesta en escena” de la inmaterialidad, es decir, de los hechos desradicados de los lugares físicos y de la memoria.

La visión crítica de intelectuales europeos y norteamericanos sobre el rol de la TV, se apoyó en que el presente se caracteriza por la analogía y la homología entre la crisis de las grandes filosofías de la historia y la crisis del imaginario colectivo, construido por los grandes medios históricos como el cine, la radio, la prensa de masas.  Ello fue reemplazado crecientemente por formas de comunicación y de tecnología “auto hipotéticas”, de medios expresivos, de  elaboración de lenguajes que llegan a la artificialidad del sujeto.  La TV y la tecnología de las comunicaciones fue vista, unilateral y reductivamente, como un riesgo de desestructuración de lo social hacia otros polos de atracción.

Los representantes de la Escuela de Frankfurt, especialmente Adorno y Horkheimer (1987), van más allá en su crítica  al papel de la TV y de la industria cultural en general, convertida en una “industria de las diversiones”, la cual reduciría al ciudadano en una “censurable calidad de consumidor”. De esta forma, se liga directamente la crisis del sistema político democrático a la política de los medios.  Althusser (1971)  mismo se declaraba defraudado de las expectativas emancipadoras de los medios electrónicos convertidos, según él, en “aparatos ideológicos del Estado o en represoras “industrias elaboradoras de la conciencia”.

Para muchos intelectuales, el desarrollo del medio televisivo resulta nocivo para la política porque produciendo mundos virtuales y estableciendo una gran confusión entre historia – realidad y ficción, ello lleva a evaporar los espacios públicos hasta convertir a la sobre modernidad de los medios en la productora de no lugares y ellos, junto al relato y a la estructura social resultan indispensables para la política.

Más allá del análisis crítico que ha acompañado en su historia a la televisión, lo cierto, es que ella se transformó en estos 60 años en una verdadera “dictadura”, en la agenda de las personas de las más diversas extracciones sociales, sexuales, etarias, ocupacionales y geográficas.

En los inicios de la sociedad de la información casi nada pareció sustraerse a la mediación televisiva.  A través de la pequeña pantalla, vía cable o vía satélite, nos llega un flujo creciente de información y de estímulos simbólicos.  Omnipresente, en una era de debilitamiento de las grandes pasiones sociales como la que se ha vivido por varios decenios, la televisión se constituyó en una especie de “gran esfera pública”. De ella ha dependiendo, en buena medida, nuestra vida privada, siempre más fragmentada en un tejido social diferenciado y complejo.

Aun cuando es claro que el predominio absoluto de la imagen puede generar consecuencias negativas respecto de la conformación de una conciencia crítica sobre la sociedad actual, sin embargo, sería superficial un alegato sobre la manipulación homogenizante, sin entender que el fenómeno es contradictorio y complejo.  El avance de los medios existe y lo que corresponde es especificar las características de la nueva situación cultural para que la política actúe con su propia identidad de ideas y utilice los medios para re politizar la sociedad.

El mensaje comunicativo llega a lo que Foucault y Lacan llaman “la secreta trama” desde la cual miramos y que permite constituirnos en sujetos. Hay que tener presente que la información transforma la propia identidad y su significado comenzará a redefinir al sujeto en la misma medida en que influye en su lenguaje, en su sentido común, en su lectura del mundo.

Sin embargo, para el teórico francés LucienSfez (1988), que busca explicar el carácter apocalíptico de las críticas a la televisión y al sistema de medios desde el mundo intelectual europeo, especialmente en los años 80 y 90,  ellas corresponderían a un afán desesperado por encontrar “un elemento capaz de mantener el consenso” cuando se han perdido los criterios de legitimidad como los factores tradicionales de la integración social, fenómenos estructurales que van mucho más allá de la influencia de los medios.

Obviamente es miope no reconocer que gracias a la influencia del medio televisivo, el horizonte cognoscitivo y las posibilidades de experiencia de las sociedades se han dilatado enormemente, que se ha expandido la dimensión de la esfera pública.  No hay duda que gracias a la televisión, la vida emotiva e intelectual es hoy potencialmente más rica, más compleja, más integrada.  No hay dudas, por ejemplo, que gracias a la televisión se denunciaron masivamente la discriminación de los afroamericanos en EE.UU., el apartheid en Sudáfrica, los crímenes horrendos de las dictaduras latinoamericanas, la falta de libertad en los llamados socialismos reales y el desplome de esos regímenes, como también la expansión de los valores y principios de la democracia que se universalizaron, la colocación planetaria de nuevos temas referidos a la libertad e igualdad de los seres humanos, y todo ello ha contribuido a crear presión mundial y a cambiar esta situación.

La televisión  ha atenuado las distinciones entre urbano y rural, entre lo privado y público y ella ha sido, junto al mercado mundializado, el vehículo de la globalización y, también, al creciente surgimiento de fenómenos multiculturales.

Sin embargo, el sobrecargo simbólico hace difícil para todos seleccionar racionalmente los contenidos de la comunicación.  Para nadie es fácil controlar los significados y la atendibilidad del mensaje que recibe, ni de establecer una relación interactiva con la emitente que transmite dado que justamente se caracteriza porque no ha logrado ser interactiva.

Regis Debray (1995) culpa directamente a los medios, en especial a la televisión, de “aumentar la información devaluando la comprensión”, agrega que “la producción de imagen anula los conceptos y con ello la capacidad de entender”, lo cual para lo social y lo político representa un enorme vacío. Baudrillard habla del aumento de la cantidad a cambio de la multiplicación de la irrelevancia. O como dice Heriberto Muraro, para connotar los supuestos efectos nocivos de la televisión, ella transforma “a los partidos políticos en instituciones vacías y la información y la educación en entretenimiento”.

La televisión nos presenta incesantemente los acontecimientos de un mundo del que muchos no forman parte o que no es lograble para una gran mayoría de los telespectadores. Se ha asistido, pasivamente, sin capacidad de crítica ciudadana, a la gestación de una humanidad electrónica de la cual se transmite una  interminable telecrónica directa, suspendida en una dimensión atemporal, sin pasado ni futuro.

Lo que se  pide es de adecuar la vida a modelos  de comportamiento que se fundan en el consumo de una enorme cantidad de productos.  Este consumo debería garantizar el éxito, la reputación, la seguridad, la salud, el amor.  Pero estos modelos tan sugestivos se revelan muchas veces como engaños y son inalcanzables e impracticables para la mayoría de la gente.

LA SOLA DIGNIDAD DE LO VISIBLE

Esto nos traslada a un mundo donde la dignidad de lo visible es la que permite la dignidad de la acción y no a la inversa.  Ciertamente la visibilidad del mundo vivido es clave para la configuración de las relaciones sociales, para identificar sujetos y cosas.

Mientras caen las certezas ideológicas del siglo XX, la imagen televisiva emergió como una sólida objetividad, como un puerto seguro.  Se afirma como una imagen inmediata del mundo, como su verdad.  Mientras el cine es deliberadamente una obra de arte y la radio no está en condiciones de producir significados suficientemente realistas de la experiencia directa, la televisión es por vocación profunda, contacto directo, documentación, actualidad.  No es solo ficción, revocación o profecía.  Ella es una verdadera “revelación” al mundo de la actualidad del mundo.

Jacques Baudrillard se preguntó “surrealísticamente” si la Guerra del Golfo del inicio de los 90, existió verdaderamente o si no fue una inmensa construcción espectacular, una narración mandada en onda del sistema televisivo internacional según un esquema dictado por las grandes potencias económicas e informáticas del planeta.

Esto, porque es cierto que la comunicación televisiva funciona sobre la base de una lógica autorreferencial: se organiza como un mundo en sí mismo, habla de sí misma, refiere a sí misma toda experiencia y constriñe a toda  experiencia a hacer referencia a su universo simbólico.   Mientras parece ocupada eternamente a hablar de cosas que le son externas, en realidad lo hace siguiendo un estilo particular: lo que dice es la realidad sin alternativa posible.

La comunicación electrónica produce “realidades virtuales”.  Cae así, entonces, la ficción metodológica que alude a una correspondencia entre la imagen electrónica y la  experiencia perceptiva de nuestros sentidos.

Todo ello hace que sea necesario, desde el punto de vista de la sociología y de la política, dedicar una mayor atención a la relación entre “media” y el sistema social en su conjunto como premisa para el desarrollo de un “aproccio” socio-cognitivo al tema del efecto de la comunicación medial en el tiempo.

Las funciones generales son múltiples: las funciones cognitivo-informativas, las funciones  integrativas de auto identificación y de absorción de las desilusiones, las funciones ético-retóricas de reforzamiento de las normas sociales, las funciones meritocráticas de atribuciones de autoridad y prestigio y, sobre todo, las funciones derivadas de la experiencia directa.  La absorción de un exceso de información y de consumo televisivo termina por transformarse en un sustituto de la propia acción.

Lo objetivo es que la televisión ha entregado y entrega  identidad especialmente en el mundo juvenil, en una sociedad fluida donde ni la religión, ni la figura del trabajo, ni la política, ni la familia, tienen un rol suficientemente sólido como para desenvolver la función tradicional de ser factores casi únicos de formación, como en el pasado, y puntos seguros de referencialidad.  En buena medida, la identidad cultural es modelada en función de las “celebridades”, y es por tanto,  efímera y unilateral.

Por ello podemos decir, como lo anticipaba McLuhan, que la televisión es un instrumento de poder cultural.  Es decir la televisión no es sólo un medio de entretención, una oferta de imágenes, una nueva “mascota” que sirve de acompañamiento, un tranquilizante, sino que la televisión es una maestra de comportamientos, de costumbres y orientaciones de vida, de discursos, de sentimientos y también de la propia personalidad.

Mucho de esto ha acontecido no sólo en virtud del crecimiento del poder de la televisión sino, también, a causa de la pérdida de poder de otras instituciones y de la política.  La televisión llena todos los espacios formativos y de hábitos que otras instituciones han dejado descubiertas o que no han sabido transformar de acuerdo a los tiempos. Ello ha sido y es parte de la crisis de los partidos que más bien han debido adaptarse a las nuevas restricciones del formato y a que la televisión les arrebatara espacios y roles que fueron, en los años dorados de los partidos, parte de sus funciones.

La televisión opera sobre todo a través de la creación de un tejido de experiencias.  Como bien señala el estudioso norteamericano Raymond Williams una de las características más notables de la televisión es la enorme profusión de historias que ofrece.  Nunca antes, generaciones de seres humanos estuvo expuesta a una multitud de narraciones como hoy y, por tanto, esas narraciones se incorporan a nuestra cotidianeidad.  La televisión es “fluida”, una cosa conduce a la otra, la gente mira la televisión, no unidades narrativas distintas y preseleccionadas.  El “control remoto” que permite el “zapping” por centenares de canales – lo cual provoca la alegría de los teóricos postmodernos que celebran la cultura de re mezclamiento como ejercicio de la libertad – evidencia un  viaje por una multitud de historias, pasado y presente está mezclado y todo es parte de la  realidad virtual con la cual convivimos diariamente.

Detrás de esta velocidad en el transcurrir se transmite el sentido de la velocidad de una versión comercial de la vida urbana, de la abundancia  de objetos de consumo,  de la superficialidad en las relaciones sociales.

La publicidad y más en general una buena parte de la programación televisiva nos invita a pensar como consumidores, cuando se tiene dinero, como frustrados cuando no se tiene acceso a lo que nuestra la televisión, pero no como ciudadanos.

El discurso televisivo es reducido a lo esencial “Coca-Cola es”, “Just do It” (hazlo y basta) de la zapatilla Nike, reflejan ese sentido de velocidad impuesto por los cánones de la sociedad de consumo, tecnología que se traslada crecientemente al mensaje político.

Esto hace decir a muchos estudiosos que la videopolítica ha promovido la democracia pasiva, ha generado la democracia del público, y ameniza la democracia del razonamiento ya que el  tipo de sensibilidad que la televisión cultiva es enemigo del empeño de la gente en la política.  En una sociedad donde los cambios son extremamente veloces y prolifera la complejidad, los más media tienden a reducir sentidos y a aplanar los significados.  Muchas veces la información virtualizada o manipulada estimula  un cierto cinismo ambiental y la indiferencia hacia lo público, bloqueando una participación más reflexiva y apasionada a la vida política.

El politólogo italiano Furio Colombo (1976), al diferenciar entre “territorio real” y “ territorio visivo“  lo grafica así : “ la democracia visiva es inversamente proporcional a la efectiva participación democrática de los hombres en sus propias instituciones “ y agrega que “ la comunicación visiva se plantea como un nuevo territorio e induce a tal desalojo organizativo y político del territorio real que la presencia y la fuerza del territorio visivo provocan el desamparo y la desactivación de la acción social en el territorio real”

De otra parte, el propio propósito de quién tiene una posición “liberal” en relación a los medios y que promueve el consentir el acceso a todas las noticias, choca, en la realidad, con fuertes intereses y con el monopolio de las opiniones de quién tiene la propiedad o de quién sostiene que ciertas opiniones sean mayoritariamente compartidas.

DE LA TECNOLOGIA ELECTRONICA A LA DIGITAL

Nuevamente el paso de la tecnología electrónica a la digital en las comunicaciones influye en la formación de una nueva subjetividad ligada ya no a la calidad de espectadores de la televisión, que necesita público que vean su programación, sino a un protagonismo de la sociedad civil que con los instrumentos interactivos de lo digital, que son móviles, puede auto convocarse, tener voz al margen de los medios tradicionales y exigir participación en las decisiones políticas.

Las nuevas fronteras de la tecnología de la información amplían el espectro de opinión pública y, en particular, la conexión computador – teléfono – Internet y sus ramificaciones- hacen posible el surgimiento de nuevas formas de comunidad y le dan una enorme oportunidad a la política y a los partidos en la medida que ellos también sean capaces de pasar de lo análogo a lo digital y que utilicen las nuevas tecnologías de la información para escuchar y consultar a la ciudadanía, horizontalizando la democracia .

Vivimos un cambio de época marcado por los efectos de la globalización y la influencia creciente de la revolución digital. Las tecnologías de la información y de las comunicaciones han permitido el surgimiento de redes sociales al margen o más allá de las estructuras de los partidos políticos y de las instituciones del Estado.

Ello ha ocurrido en países árabes, europeos y en América, donde frente a crisis de índole económica, social o política, los sectores descontentos, se han organizan con gran eficacia en redes sociales.

De esta forma plantean no solo sus reclamos, sino que sus propias alternativas de solución, exigiendo cambios a los poderes institucionales a través de masivas movilizaciones. Incluso, como ha ocurrido en países árabes, esto ha generado la caída de gobiernos dictatoriales que por décadas sojuzgaron a sus pueblos.

El mundo se ha acercado cada vez más y hemos hecho nuestras las luchas de los que claman por democracia y libertades en los países árabes; los indignados en España y otras naciones de Europa que protestan contra la crisis económica y las medidas fiscales restrictivas o de austeridad que han adoptado los gobiernos; los indignados en Estados Unidos que culpan a las entidades financieras de ser responsables de la crisis económica que ha vivido ese país y el mundo. Y las movilizaciones de los estudiantes chilenos que instalaron en la agenda política la exigencia de educación pública gratuita y de calidad.

La sociedad en red se organiza utilizando las modernas tecnologías de las comunicaciones a través de las cuales han construido nuevas relaciones de poder  que compite o sobrepasan a los partidos políticos, a los Gobiernos y a los Parlamentos, poniendo en tela de juicio la democracia representativa tradicional y la capacidad organizadora de la pluralidad ciudadana que había correspondido hasta ahora casi plenamente a los partidos políticos.

Lo anterior significa que hoy el poder comienza a repartirse de manera distinta entre sociedad civil y la sociedad política.

Como recuerda el politólogo italiano Stefano Rodotà (2004), “además de las fragilidades endógenas, un enorme remezón llegó a través de la globalización que impuso una nueva forma de democracia, la doxocracia o democracia de la opinión pública, en la que la voz de los ciudadanos puede alzarse en cualquier momento y desde cualquier lugar para formar parte del concierto cotidiano”.

Del predominio determinante de la televisión, y sobre todo de la satelital, que dotó a los seres humanos de cualquier lugar del planeta de un nivel de información como nunca antes en la historia de la humanidad, entramos hoy a la era digital donde la comunicación deja de ser vertical, deja de ser de pocos a muchos, espacio análogo que constituía también el escenario privilegiado de las cosas e instrumentos de la política.

La forma de comunicar deja de ser un espacio más de la política y se transforma en el espacio donde se ejerce la política. Ello debilita, sin duda, el rol de la intermediación de todas las instituciones que fueron características en la democracia.

Los ciudadanos se auto convocan, emiten sus propios mensajes, fijan agendas, condicionan a los parlamentos y a los gobiernos, lo cual coloca en tela de juicio, relativizan o establece desafíos mayores a la acción de los partidos y de los parlamentos, que aparecen actuando en una sintonía distinta a la de la sociedad, y que sin embargo han sido y siguen siendo columnas vertebrales del sistema democrático.

La democracia está cada vez más marcada por esta nueva forma de ciudadanía y los partidos, parlamentos y demás instituciones, están obligadas a adecuarse a estos fenómenos con mecanismos cada vez más abiertos que respondan a las exigencias de protagonismo participativo de la sociedad civil.

Junto a ello, las nuevas tecnologías cambian los tiempos de la política y de la propia democracia representativa y esto no puede no afectar al trabajo parlamentario que tiene sus tiempos y donde el debate y la búsqueda de acuerdos es la base de su actividad.

El juicio ciudadano se forma hoy en una óptica nueva determinada por la velocidad de las comunicaciones y quisiera que los parlamentos respondieran a sus aspiraciones en ese ritmo.

Se trata de una sociedad más exigente y más informada, convencida que los parlamentarios y los políticos corresponden a una casta privilegiada de la sociedad que se ha separado de ella y por la cual no se siente representada.

Asistimos, además, a una pérdida de densidad de la política y a una fuerte personalización de ella.

Castells explica que el mensaje, más que ideología o proyecto, tiende a ser hoy el personaje mismo.

La propia adscripción de los electores a los programas se debilita y una enorme masa de ellos fluctúa entre una y otra alternativa, de pronto de sectores ideológicos y políticos muy distintos en su contenido, viendo qué ofrece cada cual, con menos sujeción al plano ideal y mucho más a la oferta de corto plazo del candidato.

Hay, por tanto, un cambio en la política. El fenómeno de la desideologización y la crisis de las utopías han terminado con las claves interpretativas de la realidad y con las propuestas que anunciaban sociedades superiores.

Hoy la política es pragmática, radicada en el presente, como si fuera inamovible, y con insuficientes proyectos de futuro si consideramos las demandas crecientes de la sociedad, lo que la hace aún menos atractiva.

Hay un evidente retraso cultural de la política para comprender e interpretar los nuevos fenómenos y temas globales. Los partidos, nacidos en tiempos de Estados nacionales fuertes, tienden a tener una visión y a dar respuestas locales, mientras las redes y los nuevos temas que se instalan a través de las comunicaciones son globales y frecuentemente sobrepasan lo que los partidos conservadoramente estuvieron dispuestos a hacer en materia de cambios. Hay, en cierta medida, más radicalidad y liberalidad cultural en la sociedad que en estratos importantes de la política y de los políticos y ello se expresa a través  de las redes sociales.

Dar respuesta a las aspiraciones parciales de distintos sectores sociales requiere de renovados proyectos de país que las haga viables. Requiere de más y mejor Estado, con capacidad reguladora sobre la economía y de defensa del ciudadano frente a los innumerables abusos del mercado.

El ciudadano se siente desprotegido y por ello la demanda de un Estado que además de proteger los derechos y las libertades se haga cargo de garantizar para el ciudadano un conjunto de bienes que le permitan vivir con dignidad y realizarse según sus capacidades.

Este descontento responde sin duda a las aspiraciones sociales no atendidas, a las formas elitistas y auto referenciales con que operan los partidos e instituciones, a los escasos espacios de participación que la ciudadanía tiene en las decisiones, y, también, en las prácticas contrarias a la probidad que generan un fuerte repudio de la opinión pública que tiende a generalizarlas.

Los sondeos de opinión demuestran que la mayoría de los ciudadanos valora la democracia y a las instituciones de la democracia, pero están descontentos con la forma como ella se ejerce y sus logros.

Recomponer la fractura entre instituciones de la democracia y ciudadanía pasa por más y mejor democracia y hoy las nuevas tecnologías permiten que la ciudadanía sea consultada fácilmente, que se creen canales de expresión de ida y venida, que aparezcan nuevas formas de comunidad y que los ciudadanos conectados pero a, a la vez, movilizados, disputen la formulación de la Agenda política y social a los medios.

Sin embargo, las  críticas agudas que se vertieron sobre la total hegemonía de la televisión, se vierten hoy también hacia la tecnología digital y sus instrumentos. Paul Virilio (1997), frente a la profundidad del desencanto ciudadano por las instituciones y el propio ejercicio de la democracia, sostiene que la democracia está “amenazada en su temporalidad pues el tiempo de espera para un juicio tiende a ser suprimido… La democracia automática elimina esta reflexión en beneficio de un reflejo”.

COMUNICACIÓN DIGITAL Y POLITICA INSURGENTE

Max Weber definía el poder como el fenómeno a través del cual quien domina influye sobre la voluntad de los dominados de manera tal que estos asumen como máxima de su actuar propio el deseo del dominante. Weber agregaba que el poder se funda sobre el monopolio de la fuerza, pero no puede durar si no obtiene obediencia a través de la convicción.

Esta premisa que se extiende en la sociología política desde Macchiavello a Gramsci y su Teoría de la Hegemonía, es el punto de partida de la documentada investigación de Manuel Castells (2009) para el cual en la era de la sociedad de la información para quienes detentan el poder es aún más importante y necesario el objetivo de “plasmar la mente humana”, por lo cual el factor estratégico de la lucha por el poder político coincide cada vez más con la esfera de las comunicaciones.

“Torturar cuerpos, dice Castells, es menos efectivo que modelar mentes”, y  señala que el poder y la política se deciden en el proceso de construcción de la mente humana a través de la comunicación, de la “producción social del significado”, por dar un sentido a las cosas de manera perceptible para el ciudadano.  Por tanto, “la batalla más importante que hoy se libra en la sociedad es la batalla por la opinión pública”.

De ello parte para sostener que “desarrollando redes independientes de comunicación horizontal, los ciudadanos de la era de la información son capaces de inventar nuevos programas para sus vidas con los materiales de sus sufrimientos, miedos, sueños y esperanzas.”

Que el escenario de la política sea el de la comunicación, y el que el poder mismo sea el poder de la comunicación, tiene, entre otras, la consecuencia de la personalización cada vez más creciente de la política dado que como lo ha dicho  McLuhan “el político en sí mismo es el mensaje”.

La personalización, la elitización de las decisiones, la falta de construcción de identidades duras, el reemplazo del debate de ideas por la farandulización de la política al que conduce una parte de la programación televisiva desesperada por mantener el rating frente al nomadismo de las audiencias que ya tiene diversas plataformas de información y distracción, produce una reacción en cadena cuyo efecto principal es la reducción de la confianza de los ciudadanos en la política, en los políticos y en las instituciones que están detrás de ellos. Una crisis generalizada de legitimidad de la política y el surgimiento de liderazgos mediáticos populistas, más o menos modernos según el caso, que aprovechan la centralidad de los medios y actúan en el “teatro de la política” con una profesionalizada asistencia de los expertos en medios y en manipulación de opinión pública.

Si a ello agregamos la creciente concentración propietaria en los medios, siempre mas integrados en la esfera financiera, esto trae consecuencias nefastas que implican una creciente “privatización del espacio público” nacional y global donde los antiguos protagonistas de la democracia – Estados, partidos, asociaciones – pierden peso frente a la creciente influencia de quienes controlan el “show mediático y político”.

Sin embargo, aún en medio de estas dificultades y de la crisis de las instituciones que han sido los pilares de la democracia surgida del iluminismo, de las culturas y luchas políticas y sociales de los siglos posteriores, la democracia tiene esperanza porque junto a estas mutaciones negativas de la era de la información surge, también, otro fenómeno que Castells denomina la “auto comunicación de masas”.

El sociólogo catalán usa el término “ auto comunicación de masas “, que se agrega a un nuevo léxico de la política, para nominar el fenómeno en irrefrenable expansión en nuestros días constituido  por la comunicación en red que  cancela nada menos que los límites, hasta ahora existentes, entre la comunicación interpersonal y comunicación de masas, generando inéditas oportunidades de participación del bajo, como le llamaría Gramsci, es decir, un tipo de participación ya no vertical sino horizontal que involucra directamente a las personas de edades y grupos sociales muy distintos y ofreciendo la enorme posibilidad a líderes, ideas y movimientos alternativos, de competir, a su vez, para conquistar el corazón y la mente de los ciudadanos.

Propone la reordenación de los valores sociales que sostienen las estructuras de poder, buscando una apertura de mayor libertad y participación. Para ello es esencial la construcción de redes de comunicación alternativas al poder, tanto como la reconstrucción crítica de nuestros propios marcos mentales y culturales.

Lo que observamos es que estamos solo al inicio de un proceso en que la difusión de Internet, de la Web 2.0, de los medios electrónicos y de la comunicación inalámbrica crea un espacio multimodal de las comunicaciones que abre un nuevo espacio social a los ciudadanos, a una comunicación masiva individual. Castells nos confirma con su investigación empírica que la era digital amplía los alcances de la comunicación a una red “que es global y local, genérica y personalizada, con patrones siempre cambiantes”.

Es decir, lo que Castells afirma y prueba a través de ejemplos empíricos confirmados es que el surgimiento de la “auto comunicación de masas” puede ser una respuesta a la crisis, a la “capitulación” de la envejecida democracia y de sus instrumentos frente a la política – mercado y al poder de la política mediatizada y puede ofrecer a los ciudadanos inéditas oportunidades de contestar, de emanciparse, de contar, frente a los “poderes fuertes”.

El reconoce, en medio de su optimismo por el surgimiento y la expansión de esta nueva comunidad de la era de la información y que ya reúne a más de mil quinientos millones de seres humanos en todo el planeta conectados en red, que los gobiernos y los grandes poderes económicos buscan reasumir el control sobre Internet colocando límites y normando su actividad.

En la victoria de Barack Obama,  Castells representa el poder de la red social, y describe como un outsider capaz de usar masivamente la red como un instrumento de difusión horizontal de sus ideas, a partir del ciudadano común, y logra vencer a todo el establishment demócrata y republicano. Esta es la primera gran victoria  de un político a través de la creación de una nueva comunidad social en red sin la cual probablemente la alternativa del primer Presidente de color de los EEUU no habría podido abrirse paso.

Lo que Castells en fondo nos muestra es un análisis profundo del poder en la globalización donde los medios han llegado a ser el lugar totalmente privilegiado de las decisiones políticas, al punto que “lo que no está en los medios no existe”. Pero también describe la hipótesis de que la nueva forma de comunicar puede constituirse en una resistencia a la “fábrica de consensos” y en la afirmación  de poderes basados en la multitud de expresiones de una nueva opinión pública que se expresa masivamente a través  de la red.

Coincidiendo con las reflexiones de Habermas sobre opinión pública y la acción de los medios de comunicación como actores sociales, va sustancialmente más allá, y en esto reside la originalidad y novedad de su investigación. Para él la comunicación no está relegada solo a la formación de una opinión pública que controla el poder y la obra del soberano, sino en una acción pública de millones de seres humanos en todo el planeta que “produce sociedad” sin la intervención de las instituciones tradicionales.

Es decir, el paso largo que teórica y empíricamente da Castells, reside en que los medios escritos, la televisión, las radios y sobre todo Internet ya no constituyen solo un “cuarto poder” sino el medio de un poder “sansphrase” y donde el futuro del control del poder ya no pasa esencialmente a través del control del estado sino del “gobierno” de los medios, tanto de los antiguos como sobretodo de los híper modernos, de las nuevas redes sociales.

Por tanto de la circulación de la información en la aldea global analizada por McLuhan, Castells, dando por adquiridos esos fenómenos y basándose en el análisis de los efectos de la globalización, previene la crisis del modelo de comunicación vertical tradicional de “uno a muchos” a un nuevo modelo, “narrowcasting”,  de “muchos a muchos”, donde se presentan interlocutores diseminados en diversas plateas, que a través de Internet constituyen un nuevo poder que se confronta con el poder de los medios los cuales, según su análisis, interesados en ganar audiencia, en influir, en mantener prestigio y credibilidad, no pueden ignorarlos y, por ello, deberán modernizarse, competir y pluralizar la información a las exigencias de diversidad de las nuevas plateas.

Pero, además, esta nueva forma de “política insurgente” que se expresa en la red y está vinculada hasta ahora a una o varias contingencias, a reivindicaciones y temas ciudadanos más específicos, dan voz a quienes no la tenían y con ello se genera un contrapoder de crítica y de propuestas, de debate de ideas ejercitado por los movimientos sociales. Por tanto, la tecnología digital, que transforma por primera vez en la historia al sujeto en trasmisor y receptor, crea un escenario nuevo para la política, la participación y la  libertad de los ciudadanos que ya nadie puede ignorar.

Castells es claramente optimista respecto del poder social y político de las redes. Muchas visiones negativas apuntan a la virtualidad que ellas construyen. Sin embargo las comunidades virtuales son ya un hecho nuevo de la política. En la comunicación digital surgen no solo comunidades virtuales, sino también actores sociales que se reúnen, manifiestan por miles y por las causas más diversas, convocados por las redes, ganan la calle e incorporan sus temas a las agendas políticas. Conforman comunidades reales unidas en torno a temas específicos, puntuales, no unificables en programas coherentes y esta es, cada vez más, la forma de expresarse de enormes masas ciudadanas en todo el mundo y, es también, una forma  de repolitización de la sociedad. Incluso las organizaciones y movimientos sociales más tradicionales y organicistas, recurren a la red para expresar sus opiniones y sus convocatorias.

Gracias a internet hoy se pueden hacer televisión desde la casa y crear medios digitales autónomos, lo cual rompe el cerco del férreo control de diversos poderes que poseen los medios escritos y la propia televisión. Ya no pueden ignorar el fenómeno y buscan agregarlo, subirse, abrir nuevas plataformas  porque captan que allí está el presente y, en mayor medida, el futuro de la comunicación y de la política.

Una terea esencial de los gobiernos, parlamentos, gobiernos locales y partidos, es, por tanto, masificar el acceso a las tecnologías de la información, una verdadera alfabetización digital, al conjunto de la población ya que hoy los niveles de igualdad de acceso a las oportunidades y al conocimiento se da, también, en el acceso a internet y a las redes sociales.

Ciertamente, esta nueva forma de comunicar da más protagonismo y autonomía a la sociedad y ello problematiza aún más el rol de los partidos políticos y descompone las formas tradicionales de la política. No son ellos ni sus canales orgánicos los que convocan a la ciudadanía. Sin embargo, los partidos siguen siendo el factor de mediación para concretar los anhelos de la ciudadanía que se expresa en las redes y para unir aspiraciones en un cuerpo de ideas fuertes. La comunicación de muchos a muchos obliga a los partidos a escuchar a la sociedad y a hacer más transparente y horizontal la política, y obliga a una envejecida democracia representativa a extender sus fronteras y a crear una nueva gramática de derechos ligados a temas globales y a la vez locales, personales, íntimos, a considerar la libertad como sinónimo de mayor autonomía de los seres humanos.

Hay que tener presente que el tiempo y el espacio, con la revolución digital de las comunicaciones, se ha estrechado al punto que parece inexistente. Da lo mismo enviar un  correo a través de internet desde un barrio o un pueblo latinoamericano que desde New York o de Shanghái y en fracciones de segundo el mensaje llega a su receptor. Este cambio debe ser interpretado por la filosofía y la ciencia política para comprender la velocidad, el vértigo de la sociedad pos moderna. La complejidad, el estado líquido de la realidad, que confirma el aserto de Marx donde todo lo sólido parece desvanecerse en el aire, requiere de nuevas respuestas. La propia pluralidad, elemento esencial de la democracia, ya no se expresa en la existencia solo de partidos diversos sino en una red de configuraciones que incorpora temas étnicos, de género, ambientales, de diversidad sexual, de derechos de tercera generación, de reivindicaciones aspiracionales materiales e inmateriales.

Todo ello, es un gran desafío para los partidos y los políticos para volver a contar e interesar a una sociedad desafecta, que no ve en la política el factor de cambio, y que ya se no ordena en grupos sociales identificables y más o menos monolíticos, sino fragmentados y complejos.

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