El primer cambio -evidente- es que la derecha llegó a La Moneda después de 20 años que la dejó con Pinochet; el segundo cambio es la emergencia de poderosos movimientos sociales que resurgieron con mucha fuerza, amplio respaldo ciudadano y con un mensaje bastante rupturista con respecto del statu quo; el tercer cambio, de índole más cultural, es que hoy día se debaten en Chile temas que hace cinco o diez años eran impensables, por ejemplo: el matrimonio igualitario. El cuarto cambio, entre otros, es la sistemática y perseverante crisis de confianza y credibilidad en las instituciones por parte de la ciudadanía. En este caso, el que sólo dos instituciones reciban la confianza de más de la mitad de los chilenos (Carabineros y las Fuerzas Armadas) refleja un distanciamiento entre las instituciones y la ciudadanía, que claramente muestra el agotamiento de una etapa. El que los tres poderes del Estado se ubiquen entre las entidades con menos del 30% de confianza y credibilidad es un síntoma de lo descrito.
Tiene razón el Presidente Lagos, en consecuencia, cuando, entre otros, sostiene que en Chile se ha abierto un nuevo ciclo, una nueva etapa. Por lo anterior, el nuevo ciclo requiere desde la perspectiva de las fuerzas opositoras un nuevo tipo de gobierno, que coloque en el centro de su accionar la transformación y no la administración; que se sitúe más en la lógica del cambio, que en la lógica de la estabilidad; que posicione la gobernabilidad como un equilibrio entre la demanda ciudadana, la estabilidad institucional y la responsabilidad fiscal, rompiendo el anterior ciclo de gobernabilidad que estaba centrado en los cuidados de la transición y en la tranquilidad de la cúpula empresarial. En definitiva, el nuevo gobierno deberá reemplazar la síntesis de gobernabilidad, y -como dice la Conferencia Episcopal- ésta estará más centrada en la respuesta a la demanda ciudadana que quiere un cambio, que en la permanencia de darle sólo confianza a la cúpula empresarial.
Una nueva etapa, un nuevo gobierno, requiere de una nueva fuerza política que lo respalde y que le dé la gobernabilidad mencionada. Esto significa un acuerdo político sustantivo de amplia y ancha base social, político y cultural, que se exprese en una mayoría en el Parlamento y en una alianza entre el movimiento social y el Ejecutivo, con el objeto de ir resolviendo la demanda ciudadana contra el abuso y la desigualdad; dicho en positivo, por la construcción de una sociedad más justa.
En el Chile de hoy esta nueva fuerza política, la convergencia opositora, debe involucrar desde el centro político al conjunto de la izquierda, que con el movimiento social construya el cemento de la viabilidad de un programa de gobierno que cambie a Chile. Esta fuerza política, sin duda, va más allá de la Concertación, pero la involucra. La convergencia opositora debe plantearse como objetivo el representar al 67% de los chilenos que en la elección de concejales no votó por la derecha. Esta nueva fuerza política, para resolver las diferencias gestadas entre sus integrantes -en la historia “larga” y “corta”-, debe converger a un programa común, en el cual se construyan las políticas esenciales para establecer una sociedad más justa. Los discursos de la Concertación, del Partido Comunista, de la Izquierda Ciudadana, del Movimiento Amplio Social, del PRO y del PRI tienen una coincidencia fundamental: el país no soporta más una sociedad tan desigual e injusta.
Si todas las fuerzas mencionadas coinciden en ese diagnóstico, es más fácil elaborar la propuesta que responda a esa evaluación. Por eso que hemos sostenido que el programa del próximo gobierno es la base para la construcción de una convergencia para enfrentar una nueva etapa con un nuevo gobierno.