Mientras el Ministro Burgos da señales a favor de un proceso cerrado en las instituciones y con participación consultiva de la ciudadanía, parte de la sociedad civil y algunos parlamentarios pertenecientes a la “Bancada AC” tratan de empujar la decisión hacia un mecanismo abierto y con participación ciudadana vinculante: la Asamblea Constituyente (AC).
En simple, una AC implica quitarle poder constituyente a las actuales instituciones, en este caso al Congreso Nacional, para entregárselo a la Asamblea, que estaría representando al soberano, el pueblo.
Esta disputa de poder nos puede llevar a entender el rechazo que genera la AC en buena parte de la clase política chilena. En principio, nadie está dispuesto a perder poder porque sí y eso es entendible; salvo en aquellos ciudadanos que tienen o dicen tener un sentido republicano, un interés de “servicio público” que los lleva a sacrificarse y vivir en las pantanosas arenas de la política, como muchas veces se justifican algunas de nuestras autoridades.
Pues bien, alguien con tal grado de compromiso cívico debería ser capaz de entender que nos encontramos frente a una posibilidad histórica de abrir la democracia, y legitimarla en virtud de un nuevo pacto social donde la mayoría de las chilenas y chilenos nos sintamos representados. Al respecto, cabe recordar que el poder constituyente del Congreso Nacional es derivativo, es decir, recae en él por un mandato que le ha otorgado la Nación (el pueblo).
Nuestra propia Constitución actual, a la que algunos se aferran para tratar de “atajos” a los mecanismos que no les gustan, lo dice con toda claridad en su artículo 5°: “La soberanía reside esencialmente en la Nación. Su ejercicio se realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y, también, por las autoridades que esta Constitución establece.”
Por tanto, más allá de la fórmula que se utilice para aquello, el pueblo está en todo su derecho de cuestionarse si las actuales autoridades son las llamadas a redactar una nueva Constitución, definiendo mediante un plebiscito el mecanismo a través del cual se debe diseñar nuestra nueva carta fundamental. El poder constituyente nos pertenece, y si bien se lo hemos derivado al Congreso Nacional, podemos perfectamente pedírselo de vuelta. Por ello, algunos parlamentarios han presentado la idea de ampliar las posibilidades de convocatoria a plebiscito, justamente para hacer formalmente posible esta “devolución de poder” que materialmente es tan obvia.
Más allá de este análisis ¿Existen otras razones de peso para viabilizar una Asamblea Constituyente?
Basta con ver las cifras para responder esta pregunta. La última encuesta del Centro de Estudios Públicos sitúa en un 9% la confianza de la ciudadanía en el Congreso Nacional, y en un 3% la confianza en los partidos políticos. Más allá del análisis en particular de estas cifras, que sin lugar a dudas debemos revertir si queremos tener una democracia saludable, debemos preguntarnos qué nivel de legitimidad material de origen podría llegar a tener una Constitución elaborada por un Congreso tan decaído en términos de confianza y credibilidad.
Es cierto que en las próximas elecciones parlamentarias ya no tendremos sistema binominal y que, esperemos, tendremos nuevas normas sobre transparencia, financiamiento y gasto electoral; no obstante si bien será un gran avance, nada asegura que con esos cambios el Congreso pase de un período a otro a ser una institución inmediatamente valorada y confiable por parte de los ciudadanos. Esto, sumado a que la Nueva Constitución fue una promesa de campaña para este período presidencial, obliga a nuestra clase política a actuar con humildad y a entregar el poder constituyente a su dueño, el pueblo.
Es que una Asamblea Constituyente no es el infierno, ni una casa de orates ni menos un lugar para fumar opio. La AC -cuyo diseño queda pendiente pero que implica abrir la redacción de la Constitución a la sociedad civil, a nuevos liderazgos, establecer presencia de nuestros pueblos originarios, de los jóvenes, mujeres y diversidad de nuestra sociedad- es una oportunidad histórica para que volvamos a confiar y a creer, para darnos un impulso como país que nos permita definitivamente alcanzar el desarrollo. Esperemos que la soberbia no termine por matar este derecho de Chile.
Por Farid Seleme
Fuente: cooperativa.cl